No te descubrimos nada si te decimos que viajar nos encanta. Esto es un blog de viajes al fin y al cabo… Pero sí, es nuestra gran pasión y nuestro mayor entretenimiento –seguido de la comida–. Como decimos siempre, “la vida es lo que te pasa cuando estás de viaje”, o, al menos, cuando recuerdas esos momentos o los anticipas en la preparación –en nuestro caso esta parte se la dejo a Sara, yo soy más bien de improvisar y dejarme llevar–. ¿Qué momentos? Los que se quedan en la memoria y te sacan una sonrisa, una lagrimilla de emoción o incluso sensaciones de miedo o hasta de rabia. Porque sí, no siempre sale todo bien en los viajes, pero ¿acaso hay algo en lo que siempre salga todo bien? Y no nos valen las películas…
En este 2020 no hemos podido hacer mucho más que pensar en esos momentos vividos. Además, las redes sociales con sus recordatorios de “hace X años” nos lo ponen fácil… y difícil al mismo tiempo. ¿Quién quiere acordarse de ese amanecer en el Mar Negro cuando lleva tres meses encerrado en casa?
Tanto recordar nos ha llevado a eso que tanto nos gusta: un listado de 60 cosas. En esta ocasión no son cosas que hacer o que ver en un destino. Son 60 experiencias viajeras que hemos vivido por las que merece la pena viajar. Algunas deseadas durante años y otras, la mayoría, sorpresas que nos hemos encontrado en el camino sin saber muy bien cómo.
¿Cómo hemos elegido nuestros 60 momentos viajeros?
Nuestros 60 momentos viajeros son eso, momentos, experiencias. No hemos recopilado un listado de 60 lugares turísticos que teníamos muchas ganas de ver y que hemos ido “tachando de la lista” con los años. No. Se trata de situaciones vividas, de sorpresas, de relaciones, de encuentros… Cosas que no aparecen en las guías de viaje porque no se pueden “organizar”. Te pasan o no te pasan y, si tienes suerte, solo puedes aprovecharlas al máximo y disfrutar de ellas. La mayoría son cosas sencillas, otras para muchos viajeros pueden parecer tonterías, pero en nuestra memoria son todas muy especiales.
Si ya has leído alguna otra de nuestras listas de 60 cosas, te habrás dado cuenta de que no hay mucho orden. Pues en esta, todavía menos. No están agrupados por países, ni por fechas en las que viajamos, ni por temática… Simplemente están escritas en el orden en que nos hemos ido acordando. ¿Qué hemos hecho cuando hemos llegado a 60? Parar. Así, en seco. Si hubiéramos seguido excavando habríamos encontrado 60, 100, 1.000 momentos por los que ha merecido la pena viajar más. Pero los primeros que han venido a nuestra memoria serán los que más nos han marcado, ¿no? Así que ahí quedan.
60 experiencias viajeras que nos hacen viajar
- Ser rodeados en el Serengueti por una manada de leones que nos escoltó –aunque éramos nosotros los que no queríamos que se fueran– durante casi tres cuartos de hora. Y, como extra, estábamos los dos solos –bueno, con el guía– en el único jeep que había allí, que eso, frente a unos leones en un safari fotográfico en Tanzania, tampoco es normal.
- Oír a un niño gritar “tiger” y ver pasar una mole de casi dos metros de largo junto al jeep en el Ranthambore Park, India. Sí, después de los leones, tenían que llegar los tigres.
- Caminar durante cinco días con la mochila a cuestas para visitar un “mundo perdido” en Venezuela. Cruzar ríos, hundirse en el barro, atravesar una selva… la subida al tepuy Roraima, el de la película de Up.
- Los pingüinos son, visualmente, uno de los animales más elegantes que existen… hasta que comienzan a andar. Y decimos visualmente, porque para otros sentidos son terribles: chillan mucho y apestan. Pero, encontrarse con miles de ellos en las playas de la Antártida es algo inolvidable.
- Se dice que una de las mejores cosas de los viajes es la gente con la que te cruzas. Lo compartimos, más aún si es en Brasil y te acogen en sus casas. Pasamos tres meses en el país. Un cuartel militar, un rascacielos, una favela… fueron solo algunos de los lugares en los que dormimos en nuestras experiencias de couchsurfing en Brasil.
- Gracias a uno de nuestros anfitriones pudimos disfrutar de algo que tampoco olvidaremos nunca: una sesión de samba na rúa en Río de Janeiro. Un barrio al que no llegaban los turistas, menos aún de noche, en el que la gente cantaba en la calle y los músicos se iban turnando para que no dejara de sonar samba.
- No vamos a descubrirle a nadie Machu Picchu, pero ¿y Kuelap? La fortaleza de los Chachapoyas en el norte del país que, cuando la visitamos nosotros, era casi una desconocida. Nos convertimos en unos Indiana Jones de juguete –íbamos con guía– recorriendo una fortaleza acompañados de llamas.
- Llegamos a Bután por una carambola –Nepal cerró su frontera con Tibet– y nos encontramos con una fiesta que nos dejó con la boca abierta. Si ya en las calles de Bután la gente lleva el traje tradicional, en la fiesta se desata la locura y no sabes si mirar al escenario o al público. Así fue nuestra experiencia en el tsechu de Paro.
- Encontramos unos billetes económicos para viajar a Isla de Pascua porque eran para la semana antes de su fiesta grande, el Tapati Rapa Nui. Lo aceptamos, nos lo íbamos a perder… Lo que no sabíamos es que se podía entrar a los ensayos de la fiesta en la que compiten dos grupos de baile. Seguro que la fiesta fue espectacular, pero la cercanía de asistir a los ensayos fue de lo más especial.
- Después de viajar a Marruecos y a Egipto, la sensación de recorrer un zoco sin que los vendedores te “asaltaran” fue algo que no esperábamos. Era un mercado con productos para los locales y sabían que nosotros no éramos su público. Lo vivimos en el milenario zoco de Alepo, en Siria… y ya no se podrá volver a vivir por una guerra tan absurda como todas las demás.
- Casi dos horas en un pequeño barco después de desayunar nos dejaron con un mareo que nos quitaba las ganas de saltar al agua. Pero uno no va a Australia y desaprovecha la oportunidad de bucear en un pecio con cien años de historia: el SS Yongala. No solo el propio barco, también mantas gigantes y hasta un tiburón toro. Y la historia para llegar hasta allí tampoco es mala…
- En Australia tiramos la casa por la ventana y, además de bucear y hacer snorkel en ella, también sobrevolamos en avioneta la gran barrera de coral. El día debía ser especialmente bueno, porque hasta el piloto y la copiloto hacían fotos con sus móviles por las ventanillas.
- Si estás en un desierto en mitad de febrero, lo que menos quieres es salir en plena noche. Tampoco es que dentro del edificio sin ventanas en el que dormíamos hiciera mucho calor, pero las mantas, la ropa térmica y el saco nos mantenían arropados en el desierto de Kyzyl Kum, Uzbekistán. Eso sí, el cielo estrellado que me encontré al salir “al baño” a 20º bajo cero no lo olvidaré nunca.
- El frío nos lleva a la nieve… ¿A quién se le ocurre visitar Bulgaria en diciembre? A nosotros y pocos más. Por eso disfrutamos del monasterio de Rila y del bosque que lo rodea cubierto por una generosa capa de nieve y en soledad. Tan poca gente había, que casi éramos los únicos huéspedes del hotel.
- Las puestas de sol nos parecen un espectáculo imperdible al que nos hemos acostumbrado tanto que ya ni nos damos cuenta de que hay una cada día. Eso sí, pocas como las de nuestro paso por Malta. Y, sí, lo mejor llega después de que el sol se oculte, pero eso puede hacer que se haga de noche y dejen de pasar autobuses.
- Habíamos leído que Petra era un imán para turistas de tal “potencia” que era imposible andar sin ir esquivando gente. Así que, ni cortos ni perezosos –sobre todo perezosos– nos plantamos en la puerta a las seis de la mañana. No estaba ni el que controlaba las entradas. Recorrimos el Siq solo acompañados del ruido de nuestros pasos sobre la arena.
- Angkor era uno de los lugares que teníamos marcados para visitar desde hacía años. Tantos, que decidimos hacerlo con calma: siete días visitando los templos –al principio y al final de nuestro viaje por Camboya–. Con tiempo, y madrugando mucho, conseguimos visitar varios de los templos en completa soledad, ni Lara Croft estaba allí para molestarnos.
- Regatear en Marruecos es algo que, antes o después, acaba haciendo todo el mundo. Lo mismo que pisar el desierto –bueno, esto dependiendo del itinerario–. Pero ¿regatear sobre la arena del desierto? Eso hicimos nosotros mientras esperábamos la puesta de sol con un tuareg que quería vendernos unas piedras. Nuestra primera vez en el desierto quedó marcada con precios sobre la arena.
- Un depredador más viene a nuestra memoria. Una máquina perfecta que no ha variado su diseño en millones de años: el gran tiburón blanco. Ahora sabemos que lanzar carnaza para atraerlo está cambiando sus hábitos, pero ver a ese fósil viviente desde el agua metido en una jaula cuando se lanza contra ti es inolvidable.
- Mont Saint-Michel tampoco es un lugar a descubrir. La elegante abadía que sube hacia el cielo en el pequeño islote rocoso es de sobra conocida. Pero poca gente se queda a dormir en la zona, y menos dos noches seguidas, y, de esos, menos aún tienen la posibilidad de ver aparecer sus torres entre la niebla al amanecer.
- Pocas cosas hay más relajantes que un baño en una piscina termal, más aún si es al aire libre. Eso estábamos disfrutando nosotros en el hotel Bania, en Polonia, cuando la luna llena asomó entre los montes Tatras iluminando el paisaje como si de un enorme foco se tratara.
- Monasterios ortodoxos en lo alto de pináculos rocosos. Esa imagen nos conquistó –si tienes una edad, puede que recuerdes un anuncio de cerveza en el que unos monjes jugaban al fútbol…– y no paramos hasta verlo en persona. Hablamos de Meteora, Grecia. Eso sí, la parte de quedarse a ver atardecer y, como siempre, seguir allí después de que el sol se pusiera, nos obligó a hacer autostop hasta Kalambaka.
- Ya hemos dicho que viajar es nuestra pasión, seguida muy de cerca por la comida. Tan cerca, que nos hemos permitido algún que otro capricho en forma de restaurante con estrellas Michelín. Incluso hemos pisado dos con tres estrellas: Quique Dacosta Restaurante, de Quique Dacosta, en Dénia y la Osteria Francescana, de Massimo Bottura, en Módena. Más que comida, una montaña rusa para los sentidos.
- Nadie debería perderse el Parque Rural de Anaga en un viaje a Tenerife, pero si tienes oportunidad de ir a primera hora un día con niebla no la desaproveches. Nos sentimos en una novela de misterio viendo los jirones de niebla entre los árboles al tiempo que los primeros rayos de sol atravesaban la cúpula de hojas.
- Entender a Meg Ryan en el Katz’s de Nueva York. Nosotros no teníamos que demostrarle a Billy Crystal que se podía fingir un orgasmo… nosotros casi lo tuvimos probando su delicioso bocadillo de pastrami.
- ¿Cuántas veces has visto la bola de Times Square bajando en la Nochevieja de Nueva York? Pues nosotros la vimos… en una pantalla gigante a unas cuantas manzanas de distancia porque necesitas coger sitio desde por la mañana si quieres verlo con tus ojos. Pero la experiencia de vivir ese momento y el resto del ambiente navideño en la Gran Manzana se vino con nosotros.
- Hay montañas bonitas, y luego están los Dolomitas, en el norte de Italia. ¿Quién estaba allí el primer día de la temporada, el día que se abría el camino a las Tre Cime di Lavaredo? Nosotros… y unas paredes de nieve a los lados y de hielo en el suelo en algunos tramos.
- Las grandes fiestas siempre tienen un plus. Más aún cuando, a pesar de su tamaño, son poco conocidas fuera de su entorno. Eso pasa con el cumpleaños de Roma. Sí, cumpleaños, porque se sabe la fecha exacta de su fundación. Bueno, exacta, exacta… Es el Natale di Roma y allí fuimos a felicitar a la Ciudad Eterna.
- Te pueden contar mil veces cómo es la cabalgata de los Reyes Magos de Alcoy, pero es algo que tienes que vivir. La organización, las escaleras, los pajes subiendo por las terrazas llevando regalos y la ilusión de los niños cuando se los dan… ¡Qué ganas de ser niño en Alcoy!
- Antes hablábamos de la sensación de bañarse en un baño termal y en Japón saben muy bien lo que es eso. Más allá de la experiencia con los retretes –que también es inolvidable– bañarse en un onsen y notar cómo no puedes estar más relajado no tiene precio. Por algo lo hacen hasta los monos.
Solo con eso ya merece la pena viajar… pero todavía quedan 30 momentazos más
- La verdad es que siempre decimos que no somos muy de turismo activo, pero algunos grandes momentos los hemos vivido así. Por ejemplo, en nuestro kilómetro vertical en un trekking en los Annapurnas, Nepal. Juntar dos etapas en una porque te ves fuerte al principio no es buena idea, ya te lo avisamos… Aunque llegar a los 3.700 msnm de Muktinath y los paisajes merecieron el esfuerzo.
- Presenciar una velada de lucha canaria es algo que no se le pasa por la imaginación a casi ningún turista en Las Palmas de Gran Canaria. Tanto, que en la oficina de turismo se quedaron sorprendidos de que lo preguntásemos. Así somos. Los únicos no palmenses, pero de los que más disfrutamos con las explicaciones de los entendidos que se acercaron a “presentarnos” su deporte.
- De un combate a otro. Si la lucha canaria no está en los recorridos turísticos, el muay thai es uno de los puntos fuertes de Tailandia. Nosotros vimos una velada de muay thai en Bangkok y, aunque es una experiencia interesante, hay que tener estómago para los golpes, los gritos del público, la sangre…
- Cuando oímos hablar de la Carretera Austral, la carretera que une Puerto Montt con Villa O’Higgins en Chile y una de las rutas panorámicas más espectaculares del mundo, pensamos que sería fácil moverse por ella. ¡Ilusos! La mayor parte del trayecto es de tierra, ripio, casi no hay autobuses y los que hay son muy pequeños, así que tuvimos que acabar haciendo autostop en la Carretera Austral. Eso sí, casi no hay autobuses, pero tampoco coches: una media de tres horas esperando a que nos levantaran –como se dice en Chile– cada vez que nos poníamos a hacer dedo.
- Viajar a las Islas Feroe ya es una experiencia en sí misma: los paisajes, la naturaleza virgen de las islas, las rutas de senderismo, la gente, las ovejas en las carreteras… Pero vivir la fiesta grande de un país con menos de 50.000 habitantes que prácticamente se juntan todos en la capital y los cantos durante la noche lo supera todo. Es la fiesta de San Olaf.
- Nos encanta ver las ciudades desde las alturas y la posibilidad de disfrutar de Salamanca desde arriba era algo que no podíamos dejar de aprovechar. Más aún, cuando hablamos de ¡nuestro primer viaje en globo!
- Y, siguiendo con las alturas, aunque esta vez más movidas: el parapente. Lo probamos en Medellín, Colombia; lo volvimos a hacer en Lima, Perú; en Gijón, Asturias, y nuestra última experiencia ha sido en Tenerife. Una mecedora con vistas, hasta que a tu monitor le da por enseñarte que también puede ser una centrifugadora…
- Nos damos cuenta de que, aunque somos muy de atardeceres, los madrugones que nos hemos metido para ver amanecer tampoco son pocos. Uno de ellos fue en la bahía de Ha Long, Vietnam, desde el barco. Antes de que los motores se pusieran en marcha y la vida volviera a uno de los lugares más turísticos del país.
- Más amaneceres, es la guerra. Subimos a Machu Picchu en autobús, pero no en uno cualquiera: en el segundo que salió de Aguas Calientes –estábamos antes de que llegara el primero, pero aquí sí que había gente esperando–. Ver amanecer sobre Machu Picchu y, después, cómo se abría la niebla para dejar el Huayna Picchu a la vista te convence de que el madrugón mereció la pena.
- Si te da miedo volar, sáltate este momento y el siguiente: dos experiencias aéreas en los Himalayas. En realidad, cuatro: dos idas y sus dos vueltas. La primera con destino a uno de los aeropuertos más peligrosos del mundo, el de Paro, en Bután, desde Katmandú. Era un avión grande y lo más emocionante –además de la maniobra de aproximación y aterrizaje entre ochomiles– fue ver el Everest por la ventanilla.
- La segunda fue en una pequeña avioneta con asientos plegables en la que la azafata repartía algodón para taparse los oídos. También desde Katmandú, pero camino a Jomsom, en plenos Annapurnas. La avioneta no era capaz de sobrevolar las montañas y las iba esquivando: maravilloso, sobre todo cuando aterrizamos, claro.
- Vale, te has saltado los vuelos peligrosos… y acabamos hablando de un osario. Cada día son más populares –no sabemos cómo se ha ido propagando un gusto tan peculiar como el nuestro–, pero cuando, en 2008, le decíamos a la gente que habíamos visitado una capilla totalmente decorada con huesos humanos nos miraban mal… Era la Capela dos ossos, de Évora, en Portugal.
- ¿Recuerdas cuando te he hablado del cielo estrellado más impresionante que he visto nunca? Pues, esa misma tarde, en una yurta en el desierto de Kyzyl Kum, habíamos tenido nuestro primer encuentro con el plato nacional uzbeko: el plov. Solo por él ya merecía la pena sufrir los 20º bajo cero de la noche.
- Pero no hace falta irse tan lejos para que se nos salten las lágrimas con un plato de comida. Un pequeño restaurante en Puente la Reina, Navarra, tiene un hueco en nuestro recuerdo. Aquellas alubias pintas… La camarera se sorprendió cuando pedimos las alubias –que nos trajo en un perol enorme por si queríamos repetir, y lo acabamos–, una lubina y un chuletón. Tanto, que nos dijo que no seríamos capaces de terminar el postre. No sabía con quién se la estaba jugando.
- Puente la Reina nos llevó a pensar en el Camino de Santiago. Yo lo he hecho dos veces y Sara una, pero siempre ha sido desde León. La experiencia de desconectar de las preocupaciones y que las únicas sean poner un pie delante del otro, comer y dormir no tiene precio. Habrá más ediciones y, quién sabe si pasando por Puente la Reina.
- Ya hemos dicho que no todas las experiencias iban a ser placenteras o, aunque duras y agotadoras, con final feliz. Aquí tenemos una que fue agotadora, dura y acabó mal: comprar un billete de tren en Moscú. También tenemos que decir que fue en 2007, nuestros segundo viaje por libre y que, tal vez, no estábamos preparados para el carácter ruso.
- Calzarse unas botas de montaña y colocarles unos crampones, ponerse un arnés de seguridad y engancharse con una cuerda de guía para caminar por un glaciar. Es algo que no se hace todos los días y que, lamentablemente, el cambio climático está poniendo cada vez más complicado. Nosotros lo hicimos en Noruega, en el glaciar de Jostedalsbreen.
- El queso nos vuelve locos. Todos: frescos, suaves o fuertes; cremosos, mantecosos o arenosos; de vaca, de oveja o de cabra… Así que, caminar entre formas de Parmigiano Reggiano en un caseificio es algo que nos gustó tanto, que lo hemos hecho ¡dos veces!
- Y, ¿qué mejor acompañamiento para el queso que un buen jamón? Entrar en un secadero de jamones ibéricos, después de pasear por la dehesa extremeña, es una experiencia religiosa.
- Los ensayos tienen algo especial, de ver las tripas del espectáculo, lo que hay detrás de las bambalinas. A dos ensayos de castellers hemos asistido en Cataluña. El primero en Vilafranca del Penedés –una de las collas castelleras más laureadas– y el segundo en las escaleras de la catedral de Girona –la subida de la escalera es una tradición de la fiesta y hay que practicarla–.
- ¿Sabías que cuando cierra el centro de visitantes de la calzada del gigante, Giant ‘s Causeway, se puede seguir accediendo? Nosotros lo descubrimos por casualidad. No queríamos perdernos la oportunidad de disfrutar del atardecer sobre las columnas de basalto y llegamos cuando estaba cerrado. Encontramos el camino, lo seguimos y, con una decena escasa de turistas, disfrutamos de la puesta de sol más llena de leyendas de Irlanda del Norte.
- Habíamos descubierto los templos jainistas de India en Jaisalmer y nos dejaron con la boca tan abierta, que no dudamos en pasar ocho horas en un autobús para recorrer menos de 65 km, hacer autostop y dejar nuestras mochilas –con cámaras, portátil, móviles… no se puede entrar con nada de eso– y zapatos en la puerta del Monte Abu. Fue entrar y sentarse en el suelo durante media hora en la primera sala tratando de absorberlo todo, porque, si no se puede hacer una foto, te fijas más.
- Ver un desfile multitudinario está bien. Mejor aún cuando te lo encuentras casi por casualidad, aunque algo sabíamos cuando organizamos el viaje. Pero colarse en un desfile de la época Edo en Hakone, Japón, es para nota.
- No solo había pingüinos en la Antártida. Disfrutar de los saltos de las ballenas a unas decenas de metros del barco nos recordó más “momentos ballena”. En la costa de Hermanus, Sudáfrica, desde el mismo paseo marítimo, y en Hervey Bay, Australia.
- Y no saltaban solo las ballenas. ¿Te has preguntado alguna vez cómo de frío está el Océano Polar Antártico? Nosotros lo sabemos. El Polar Plunge, saltar al océano en bañador o bikini, tiene la culpa. No solo la foto, también tenemos un diploma que acredita que lo hicimos. La sensación de que te clavan miles de alfileres en la cabeza al entrar en el agua helada es una de esas que no se olvida nunca.
- Las fronteras dan para unas cuantas experiencias… más aún si las cruzas por tierra. La primera vez que lo hicimos fue intenso: tres países y vaya tres. La primera fue ir desde Ammán a Damasco –Jordania – Siria–. Un taxi compartido y nadie que hablara inglés, aunque, como nos hizo entender el otro pasajero –con mucha razón–, éramos nosotros lo que no hablábamos árabe: culpa nuestra. De noche, sin saber dónde íbamos, parados en mitad de la nada, agobiados, cambiando de coche… pero con final feliz.
- ¿Crees que la vuelta fue mejor? Iluso. Esa vez sí que se hablaba algo de inglés en el coche, tanto el conductor como la otra pasajera. Pero, ¿qué tal hacer contrabando involuntario de tabaco y alcohol entre Siria y Jordania y ser parados en la frontera? Otra historia con final feliz que hoy recordamos con una sonrisa.
- La última frontera “problemática” fue la de Jordania con Israel. ¿Por qué llevas el sello de Siria? ¿Conoces a alguien en Israel? ¿Te han pedido que traigas algo? ¿Dónde te vas a alojar? ¿Dónde y en qué trabajas? Ojo, que las preguntas nos las hicieron por separado en dos cuartos para confirmar que no mentíamos. Después de cinco horas, conseguimos el sello en un papel fuera del pasaporte, lo que también motivó unas cuantas preguntas.
- No podía faltar otro poco de turismo activo: la subida al Huayna Picchu, Perú. Sí, se puede subir a la nariz del inca tumbado que se asoma detrás de la ciudad sagrada. Eso sí, cuando lo hicimos nosotros, en 2009, solo apuntabas tu nombre en un cuaderno al entrar y marcabas tu hora de salida. Entre medias, precipicios, escalones desiguales, caminos que acababan en caídas al abismo… con muy pocas indicaciones para no perderte. Al final vamos a ser más activos de lo que pensamos.
- En Egipto, en una excursión a un poblado nubio, aprendimos los números indios –sí, porque los números árabes son los que usamos nosotros y los árabes usan los indios–. Poco podíamos pensar que gracias a ellos, y a nosotros que los aprendimos de verdad, íbamos a poder salir del país. La mañana del último día nos fuimos a recorrer El Cairo. Cogimos un taxi para volver al hotel y el taxista, por no perder la carrera, nos dijo que sabía dónde estaba, pero no entendía nuestro alfabeto. Al final, preguntando y gracias a que le escribimos el número del hotel, llegamos a tiempo de coger el autobús al aeropuerto.
¿Cuáles son tus momentos por los que merece la pena viajar?