El camino de Santiago es uno y son muchos. Cada peregrino tiene el suyo, con sus vivencias, sus historias, sus sensaciones y sus postales. Con su sitio donde ha dormido, donde paró a comer o donde se sentó a descansar antes de volver a ponerse en marcha. Éste fue el nuestro, no sólo con nuestros albergues y kilómetros recorridos, también con nuestros dolores, nuestros casi abandonos, nuestros encuentros…
Primer día, nuestra salida de León
Nunca es buena idea comenzar a caminar nada más bajarse del autobús, pero menos aún si es 24 de junio, el autobús sale de Madrid y llega, con media hora de retraso, a la una y media de la tarde a León, además en plena ola de calor, hasta con alerta naranja. Así comenzó nuestro camino, con el primer sello en el parador de León y los primeros kilómetros callejeando para salir de la ciudad –y de las satélites– camino de la carretera con un Sol de justicia.
La idea era llegar a San Martín del Camino, pero paramos en Villadangos del Páramo –el pueblo anterior– porque 20,5 kilómetros ya eran suficientes para el primer día: el calor había podido con nuestras ganas y las piernas ya no respondían a un cerebro que estaba prácticamente frito por el Sol. Además, nueve años después, reconocí el albergue de Villadangos como el primero en el que había dormido en aquel camino de Santiago de 2006.
Tuvimos suerte, debíamos ser de los pocos locos que estaban haciendo el camino aquellos días y acabamos solos en una de las salas de literas del albergue municipal de Villadangos del Páramo. Elegimos dos camas al lado de un enchufe y, aunque al dormitorio el wifi llegaba con cuentagotas, en la cocina –que usamos después de comprar en la tienda del pueblo– y el comedor iba muy bien.
Nos las prometíamos felices aunque el calor y el Sol nos habían dejado baldados.
Segundo día, de Villadangos a Astorga
La ola de calor estaba haciendo de las suyas y decidimos que lo mejor era despertarnos antes de que lo hiciera el Sol y echar a andar casi de noche. Como intención era muy buena, pero todavía no habíamos cogido el ritmo del camino y, estando solos en la habitación no hubo ningún ruido que nos despertara, así que fuimos los últimos en salir del albergue, con el Sol bien arriba.
Sara se puso protector solar en la cara y los hombros, pero no se imaginó que se le acabarían por quemar los gemelos –cosa que sucedió y que le obligó a ir con el pantalón largo el resto de días y a ducharse con agua fría–. Es lo que tiene caminar siempre hacia el oeste durante 27,5 km con el Sol pegando, al lado de la carretera. Allí, junto a la carretera, conocimos a Pedro, nuestra primera historia del camino. Con él se fueron pasando los kilómetros junto a la nacional. El paisaje que el día anterior había podido con nosotros ese día se hacía más ameno con la charla, hasta que se quedó en Puente de Órbigo.
Fue en los últimos kilómetros, entrando casi en Astorga, cuando a Sara le salió una pequeña ampolla en la planta del pie que le hizo apoyar mal para evitar el dolor… Mala idea no haber parado en San Justo de la Vega, el pueblo anterior, y mala elección de calzado –las sandalias no eran buena opción– que pasaría factura al día siguiente.
A pesar del cansancio, tras registrarnos en el albergue municipal de Astorga y darnos una ducha salimos a la ciudad en busca del supermercado. Allí, además de comprar la comida, compramos cecina de León: deliciosa. Ese día comenzamos a vivir la experiencia dormir en albergue: ocho literas cada una con su peregrino, con sus olores, sus dolores, sus charlas y con su respeto: a las diez de la noche silencio sepulcral, bueno, y ronquidos.
Tercer día, de Astorga a Rabanal del Camino y el dolor
Y al tercer día… madrugó. Ya le íbamos cogiendo el ritmo al camino y sabíamos que andar bajo el Sol era una muy mala idea. También ayudó que todos los demás se levantaran al alba y, por mucho cuidado que pusieran, hicieran ruido. Sara se puso las zapatillas, dejando las sandalias en la mochila, y nos lanzamos a por los 20 kilómetros –con ascensión– desde Astorga hasta Rabanal del Camino. Todo parecía ir bien con el nuevo calzado, el ritmo era bueno y hasta adelantamos a algún que otro peregrino.
Pero llegamos casi por casualidad, porque cuando paramos en la entrada de Rabanal, después de cruzarnos con un montón de cruces hechas con palos y enganchadas en una valla, a comer un bocadillo de cecina, la molestia en el tobillo que llevaba Sara desde que salimos por la mañana –todo parecía ir bien, pero a ella le dolía– se transformó en pinchazo insoportable y, casi arrastrándonos, llegamos al albergue Nuestra Señora del Pilar.
Dos camas juntas en la parte baja de dos literas en una habitación de muchas literas y mucha tranquilidad. Aunque pasamos muy poco tiempo en la habitación. Nada más llegar, viendo que había masajista en el albergue, pedimos cita y, cuando acabó el masaje, nos fuimos a la entrada, en principio a conectarnos a internet, pero acabamos charlando durante horas con el hospitalero. Las manos mágicas de Alicia y la charla y la sonrisa de Ramón le dieron a Sara esperanza para poder continuar, aunque sobrevolaba el fantasma del abandono. Es muy duro pensar en dejar el camino por mucho que duela…
Cuarto día, de Rabanal del Camino a Molinaseca
El masaje y los antiinflamatorios nos llevaron casi 25 kilómetros más cerca de Santiago de Compostela. ¿Quién lo iba a decir? Eso sí, en la bajada de Cruz de Ferro fueron mis gemelos los que iban pidiendo la hora y recordándome que, nueve años antes, fue allí donde mi tobillo dijo basta y acabé con un esguince grado dos saludando al apóstol. Entrabamos en El Bierzo y el paisaje iba haciéndose un poco más verde.
Parando casi en cada recodo del camino con la excusa de hacer una foto, aprovechaba para estirar los gemelos en cada cartel de la carretera y en cada árbol, iba bajando esa cuesta que tan malos recuerdos me traía. Alicia también había hecho algo de magia conmigo, pero la cuesta abajo estaba haciendo vudú. A la llegada a Molinaseca nos recibieron con cohetes –ellos tampoco debían dar un duro por nosotros– y con una horda de colegiales en la orilla del río, que rezamos no acabaran en nuestro albergue.
El albergue municipal está casi a la salida del pueblo, tanto es así que cuando llegamos allí estuvimos a punto de lanzarnos unos kilómetros más camino de Ponferrada. Pero la alerta de calor seguía siendo naranja y en el albergue nos dijeron que no había sombra en ese camino pegado a la carretera. Decidido: nos quedamos en el albergue, las camas estaban en la planta de arriba, con los baños, duchas y cocina abajo. No había internet, era difícil poner un número más en el pueblo y llevaban años esperando que Teléfonica llevara el par de cobre hasta allí.
El pueblo nos había gustado al pasar, además las tiendas estaban en el centro, así que, tras la ducha, volvimos a andar hasta allí. Antes de comprar nada, el río ayudó en el tratamiento de los dolores con sus aguas heladas. En el centro de Molinaseca, además de una “playa”, también hay un pediluvio en el que relajar tobillos y gemelos después de una jornada de camino en la que Sara ya tuvo que ponerse las piernas de sus pantalones desmontables.
A la vuelta al albergue no echamos de menos esa conexión a internet porque lo volvimos a suplir con una charla. Encontramos a otro profesional del camino: Antonio y sus 18 visitas a Santiago, que cenó con nosotros y nos contó unas cuantas historias.
Quinto día, de Molinaseca a Cacabelos
La idea era llegar hasta Villafranca del Bierzo, pero los 39 grados a la sombra, la tendinitis de Sara que volvía a hacerse fuerte y mis gemelos que todavía no se habían recuperado de la cuesta de Cruz de Ferro nos obligaron a parar tras 20 kilómetros en Cacabelos, a menos de 200 de Santiago. Nueve años después volvía a dormir en el mismo albergue aunque, aquella vez, fue la cuarta noche.
Por Ponferrada pasamos con la salida del Sol y allí nos volvimos a cruzar con Pedro, pero nuestro ritmo ya no era el suyo y nos despedimos en la misma puerta del castillo templario mientras Sara se colocaba la bolsa con hielo en su tobillo y yo estiraba los gemelos. Pensábamos pasar por el supermercado en la ciudad, pero era tan temprano que todo estaba cerrado. Esperar a que abriera no era opción, más aún estando todavía frescos.
Los minutos iban marcados por la cantidad de veces que teníamos que parar para que Sara se colocara más hielo, le diera otro masaje o se tomara una pastilla de antiinflamatorio más. No sirvió de nada y, después de un ataque de dolor terrible, los últimos kilómetros los hizo casi arrastrando la pierna y con la sombra del abandono en la cara. Había que parar, descansar, cruzar los dedos y esperar que al día siguiente el dolor fuera más ligero…
El albergue de Cacabelos es distinto a todos. De entrada está en el claustro/patio de una iglesia, y las habitaciones son dobles, nada de literas. No hay cocina, así que hubo que comprar empanada y fiambre –en una tienda justo enfrente–, pero la intimidad después de unos días se agradecía. Hacía años habíamos dormido en un templo budista en Japón, después en un seminario en Astorga y ahora en el claustro de una iglesia, ¿qué sería lo próximo?
A base de masajes y de hielo, confiábamos en que el tobillo de Sara se acabara de recuperar, sin olvidar siempre que los antiinflamatorios comprados en Rabanal del Camino tenían que seguir haciendo su trabajo.
Sexto día, de Cacabelos a Villafranca, el fantasma del abandono
La tendinitis fue la protagonista de los ocho kilómetros que caminamos ese sexto día. No fue tan terrible como el anterior pero el miedo a la recaída iba marcando cada paso. Cuando el dolor llama a la puerta hay que sentarse a hablar con él y esperar a que decida marcharse. Se le puede ayudar con antiinflamatorios, pero así sólo llega hasta la calle y luego vuelve con más ganas. El camino, que ya había mejorado con la entrada en El Bierzo y con la separación de la carretera, nos llevó entre viñedos. Un paisaje fantástico del que no pudimos disfrutar porque la sombra del abandono quería todo el protagonismo.
A las once de la mañana ya estábamos en la puerta del albergue de Villafranca del Bierzo, con el hielo en el tobillo, esperando que nos abrieran –a las doce– y con un ultimatum encima: si al día siguiente seguía con esos dolores nos volvíamos a Madrid. Con todo lo que tuve que aguantar en 2006 por volver a casa con el tobillo como un elefante y no haber parado, no estaba dispuesto a que Sara cometiera el mismo error. Mi sensación de impotencia junto con el bajón de Sara al ver que no era capaz de continuar enturbiaban el ambiente.
La ola de calor, que derretía la calle cuando salimos a comprar la comida tampoco ayudaba. Era como si alguien se hubiera dejado abiertas las puertas del infierno o un niño gigante jugara con una lupa y nosotros fuéramos hormigas a las que tostar.
En el albergue de Villafranca del Bierzo descubrimos las sábanas desechables que daban al registrarse con la credencial. Tuvimos tiempo de sobra para recorrerlo, para llenar una bolsa con agua y meterla en el congelador –después de que el hielo que nos dieron en un bar se deshiciera–, de pensar, de hablar, de animarnos y de deprimirnos. Nos fuimos a dormir a nuestra habitación –con los otros 12– con la esperanza de que el descanso sirviera para algo…
Séptimo día, de Villafranca a La Faba
No había destino para esa etapa. Empezaríamos a caminar y seguiríamos hasta que el tobillo dijera basta… y no lo dijo. Sí que paramos cada hora, hora y media, para ponerle hielo, pomada y darle un masaje, había que cuidarlo.
Los pequeños pueblos con sus iglesias con espadañas dieron paso al bosque que nos protegía del sol. La subida hasta O Cebreiro se presentó ante nosotros sin darnos cuenta y la pequeña fuente de agua helada en la que meter los pies del albergue de La Faba nos convenció de que aquél sería un buen lugar para hacer noche. La fuente y el calor que seguía haciendo y que no era buen compañero de “escalada” hasta lo alto del puerto, a pesar de que contábamos con que los árboles seguirían protegiéndonos.
Ni nosotros creíamos que íbamos a ser capaces de caminar 24 kilómetros después de haber tenido que parar a los 8 el día de antes, pero el descanso fue la mejor idea y, como no había prisa, decidimos que tampoco había que forzar. Estábamos a menos de cinco kilómetros de Galicia y, sorprendentemente, parecía que acabaríamos por llegar a Santiago.
El ánimo estaba casi por las nubes y ni los precios exagerados de la comida en la pequeña tienda de La Faba consiguieron desanimarnos. Más aún cuando vimos llegar al albergue a una peregrina que cargaba con ¡su bebé! Una niña buenísima que sólo sonreía a todo el mundo y que estaba más feliz que nadie en el albergue. Por cierto, que cometimos el error de comprar la comida en la tienda: en el albergue había arroz, pasta y más cosas a disposición de los peregrinos a cambio de un donativo, como el desayuno.
Octavo día, de La Faba a Triacastela y el mosquito
Salimos de La Faba a las cinco y media, ya le habíamos cogido el truco a lo de madrugar –nos levántamos a las 5 ó 5.30– y cerrar las mochilas a oscuras, y descubrimos que el resto de la cuesta no tenía sombra: habíamos hecho muy bien parando el día de antes. Tan pronto comenzábamos el camino que casi hacía frío, cosa que se agradecía porque sabíamos que en cuanto el Sol asomara por el horizonte llegaría el sufrimiento en forma de calor infernal.
Sin darnos cuenta llegamos a O Cebreiro al amanecer con unas vistas de los montes con los unos colores que infudían ánimos al más pesimista. En esos momentos O Cebreiro era casi un pueblo fantasma: todos los peregrinos ya habían salido y faltaban horas para que llegara la “nueva remesa” de bastones, mochilas y lilimento. Aún así, quedó claro que O Cebreiro es el camino: hostales, restaurantes, cafés… un precioso pueblo de montaña que vive del turismo peregrino.
El clima cambió nada más entrar en Galicia: el Sol y el amarillo salpicado de vides en El Bierzo daban paso a la niebla y a los bosques verdes gallegos. Sombra, frescor, tierra… el camino se hacía más cómodo aunque algunas piedras se encargaban de que no “desconectaras” del todo.
Después de superar O Cebreiro y el alto de San Roque comenzaba la cuesta abajo, sin duda la peor parte para nuestros tobillos y gemelos. Había aviso de tormenta y el cielo se cubría con malas intenciones con lo que apretamos el ritmo y volvimos a adelantar peregrinos. Todo iba bien hasta que, a un par de kilómetros de Triacastela, un mosquito decidió que mi ojo era un buen lugar para aterrizar. Debía llevar casco, porque se me empezó a hinchar el ojo y casi no lo podía abrir. Estaba claro que los más de 25 kilómetros que llevábamos en las piernas eran suficientes y era el momento de parar. En Triacastela el médico estaba sólo por la mañana, no había ópticas, la farmacia estaba en obras –llena de polvo– y, encima, la mitad de los albergues también estaban llenos. Otro recuerdo de 2006: en Triacastela fue en el único sitio en que no pudimos dormir en el albergue municipal porque también estaba lleno.
Conseguimos las dos últimas camas en el albergue A horta de Abel, en una habitación de ocho que, después de los albergues municipales casi parecía un palacio. Agua con sal para el ojo, gracias al consejo de Diego, y a cruzar los dedos para no tener que ir al médico al día siguiente.
Noveno día, de Triacastela a Sarria
Si en Triacastela habíamos tenido problemas para encontrar donde dormir, no queríamos que nos pasara lo mismo en Sarria. Más aún teniendo en cuenta que es desde Sarria desde donde comienzan el camino los que quieren andar lo mínimo y conseguir la Compostela. Volvimos a madrugar en Triacastela y, a pesar de que tuvimos que dar la vuelta porque nos equivocamos de camino tratando de ir por San Xil, llegamos a Sarria –unos 19 km– antes de las doce de la mañana. El ritmo fue rápido porque íbamos entretenidos, fue en esa etapa donde conocimos a Bernabé y, como siempre, la charla hizo que los kilómetros pesaran menos.
Dejamos las cosas en el albergue los Blasones –uno privado porque en Galicia los albergues públicos no tienen menaje de cocina y no se puede cocinar nada– y nos fuimos al supermercado, el primero desde Astorga. La vuelta nos sorprendió con el grupo del colegio Nuestra Señora del Pilar de Madrid en el mismo sitio: adiós internet y adiós tranquilidad.
Pero eso no fue lo peor. Lo terriblemente malo fue uno de nuestros dos compañeros de cuarto –eran cuartos con dos literas– que roncaba como si tuviera dentro una manada de mamuts peleando con leones de las cavernas, una cosa más que histórica, prehistórica. Tanto es así que dormimos como una hora y media o dos menos, a las cuatro de la mañana ya no hubo manera de volver a descansar.
Décimo día, de Sarria a Portomarín, la importancia de descansar
Desayunamos con los chicos del colegio admirando la logística y la organización para que aquello no se eternizara y todo el mundo comiera lo mismo. Salieron antes que nosotros y, aunque pensábamos adelantarles rápido, no hubo manera de conseguirlo.
Las piernas no se movían, pasaban los minutos y las horas pero no los kilómetros. No sabíamos si es que nuestros cuerpos ya estaban diciéndonos que no podían más y que ya no éramos tan jóvenes o que nos faltaban horas de sueño. Los 22 kilómetros se hicieron largos no, lo siguiente. Con cada parada para poner hielo en el tobillo llegaban los pinchazos y los dolores al empezar a andar otra vez.
Las escaleras de entrada a Portomarín después de cruzar el puente sobre el embalse casi fueron la sentencia de muerte. Más aún teniendo que recorrer media ciudad buscando un albergue en el que hubiera sitio. Habíamos tardado mucho en llegar y ya estaba casi todo lleno. Al final nos quedamos en el albergue del café bar O Castro, en una habitación que nos recordaba a las de León con sus quince literas. Cuando llegamos había muchas vacías y, pensando que era tarde, creímos que no se llenaría. Ilusos. Antes de meternos en la ducha ya estaba lleno y tuvimos que esperar para poder quitarnos el polvo del camino.
En cuanto lo hicimos, salimos a dar una vuelta por Portomarín. Volvimos a encontrarnos con Bernabé y conocimos a su hijo y a sus nietos. Nos volveríamos a cruzar con el hijo más veces en los siguientes días y nos iría contando qué tal llevaban los niños las horas de caminata.
Undécimo día, de Portomarín a Casanova
No había otra explicación que la falta de sueño porque, al día siguiente, habiendo descansado bien, anduvimos 30 kilómetros. A un ritmo de cinco kilómetros a la hora íbamos dando caza a los pocos peregrinos que nos encontrábamos en nuestro camino.
En Palas de Rey, después de una ración de pulpo, dejamos atrás a los chicos del colegio con los que nos habíamos ido cruzando todos los días, y continuamos camino. Nos encontrábamos fuertes: pomada, masaje, antiinflamatorios y bolsa de hielo mediante, y queríamos ir recuperando los kilómetros que habíamos perdido días antes. En esa zona de Galicia los albergues comienzan a escasear y nuestra opción era Casanova.
Dos casas, un restaurante y un albergue de la Xunta: eso es Casanova. Máxima tranquilidad, sólo estábamos cuatro durmiendo allí, buena comida en el restaurante –ni había menaje para cocinar en el albergue ni tienda donde comprar comida– y las historias de la hospitalera Carmen que lleva trabajando en el albergue desde su construcción y que, aunque al principio no parecía nada interesada en hablar, acabó por charlar con nosotros durante un par de horas hasta que llegó el momento de cerrar.
La Coruña ya casi se veía y estaba claro que llegaríamos a Santiago… aunque todavía no sabíamos en cuántos días.
Duodécimo día, de Casanova a Bebedeiro – Burres
Comenzar a andar antes de que saliera el Sol ya era costumbre, estaba asumido. Como el hecho de tener que pedir mantas en los albergues porque, a pesar de que cuando salía el Sol abrasaba, por la noche la temperatura bajaba y había que taparse con algo más que la toalla. El ritmo también estaba interiorizado: cinco kilómetros por hora, como un reloj. ¿Cómo lo controlábamos con tanta precisión? Pues no es porque lleváramos un GPS, es que en Galicia los mojones del camino marcan cada kilómetro y con mirar el reloj todo estaba hecho. Yo creo que, tan fácil era saber la velocidad, que nos picamos a ver si conseguíamos ir más rápido cuando vimos que no había peregrinos delante a los que dar caza.
Seguíamos queriendo adelantar kilómetros y desde Casanova llegamos a Melide –teórica etapa del camino en Galicia– y continuamos hasta Arzúa –la siguiente parada teórica–. Sabíamos que las cosas se complicarían al salir de allí porque ya no habría albergues en el camino hasta casi 16 kilómetros después. Nosotros queríamos aprovechar el ritmo y vimos que había un albergue privado a unos ocho kilómetros. Llamamos para reservar, porque también había que desviarse un poco y no estábamos como para andar y que luego nos dijeran que estaba lleno. Antes de salir de Arzúa, buscamos un sitio donde comprar comida pero, como era domingo, sólo estaban abiertas las tiendas pequeñas y ya estábamos cansados de pagar un dineral por una lata de atún, además de que nos habían dicho que en el albergue había una tienda.
¿Mereció la pena el desvío hasta Camiño das Ocas? Sí. Una habitación para nosotros solos, sábanas de tela, descanso absoluto sin un ruido…
Decimotercer día: Bebedeiro – Burres a Santiago de Compostela
Tan bien descansamos que comenzamos a andar y, como quién no quiere la cosa, nos plantamos a eso de las dos en el Monte do Gozo con 30 kilómetros en las piernas. Se habían acabado los dolores, el cansancio, los pensamientos negativos y los positivos… el camino se había apoderado de nosotros y los kilómetros iban cayendo como si fuéramos robots. Andar, relajarse, no pensar, un pie, otro pie, el ruido de los bastones que nos había acompañado todo el camino… ya era un ritual al que estábamos acostumbrados y nuestras piernas se movían casi como un acto reflejo.
¿Habríais parado vosotros en el albergue de Monto do Gozo? Probablemente sí, pero nosotros no queríamos parar. Llegar a Santiago se había convertido casi en una obsesión y, después de caminar unos kilómetros con Toni y ver su fuerza de voluntad con su rodilla operada y sus muletas, no podíamos dejar de hacerle ese pequeño homenaje que era continuar hasta el final.
Algo más de 35 kilómetros anduvimos ese último día hasta llegar a la puerta de la catedral, para descubrir que no podíamos entrar con las mochilas… Entramos por turnos y después fuimos a por nuestra Compostela –no por motivos religiosos–.
Momento “vacío”. Después de trece días de caminata y de dolores habíamos llegado a Santiago de Compostela. Ya estaba cumplido… No estábamos tan fuertes, ni tan locos que no habíamos olvidado los malos momentos, como para seguir hasta Fisterre. En la misma puerta de la catedral decidimos que estaba hecho y compramos los billetes de autobús para volver a Madrid, mientras esperábamos a Sandra.
Dimos una vuelta por la ciudad con ella, y nunca le agradeceremos bastante el habernos dejado ducharnos en su casa y la recomendación de dónde comprar la empanada.
Esa misma noche volvimos a casa en bus y, al día siguiente no sonó el despertador a las cinco ni anduvimos 25 kilómetros. El despertador no lo echamos de menos, pero sí un poco los 25 kilómetros…