El interior de Brasil nos deparó una sorpresa: sin playas no hay samba. La música más popular del estado de Goiás, de Minas Gerais y del resto del interior es la sertaneja, una especie de country. Para que os hagáis una idea, el famoso «Ai se eu te pego» de Michel Teló es un ritmo sertanejo con toques electrónicos. Pero no sólo es la música lo que nos «traslada» al lejano oeste. En Pirenópolis asistimos a una fiesta tradicional en la que la estética del sombrero de cowboy, los vaqueros y las botas completaba el cuadro.
Pirenópolis es una pequeña ciudad del estado de Goiás a 150 kilómetros de Brasilia con casas coloniales y calles de piedra, casi como Ouro Preto o Paraty. Pero no fue su arquitectura lo que nos llevó hasta allí –tres horas en autobús–, sino sus Cavalhadas y mascarados: un espectáculo con moros, cristianos, gigantes, cabezudos, enmascarados… y caballos.
Siguiendo el consejo de nuestro anfitrión en Brasilia –gracias Weuds– cogimos el autobús a las siete de la mañana para asistir al último día de las fiestas. ¿Casualidad? ¡Seguro! Nunca habíamos oído hablar del pueblo: Pirenópolis. Menos aún de sus fiestas: las Cavalhadas, en plena Festa do Divino Espírito Santo, en Pentecostés –cincuenta días después de Pascua–. Y justo estábamos en Brasilia en ese momento. La fortuna nos sonrió como hace años en Bután. Como allí, el espectáculo está tanto en la fiesta como en el público.
Después de dar un paseo por la ciudad, nos dirigimos al recinto en el que tienen lugar las Cavalhadas: cavalhódromo o campo das cavalhadas. Nos informaron de que la fiesta comenzaba a la una y no queríamos quedarnos sin sitio –la entrada es gratuita–. La puntualidad de los autobuses, aunque alguno ya nos había fallado, no sirve para las celebraciones en Brasil: hasta casi las dos y media no comenzó el desfile, y hasta después de las tres no apareció ningún caballo. Eso nos permitió fijarnos en la gente que nos iba rodeando –ellos ya sabían que la fiesta empezaría tarde y no llegaron tan pronto como nosotros–.
Con un calor de más de 30 grados vimos como las havaianas daban paso a las botas y las bermudas a los pantalones vaqueros. No salíamos de nuestro asombro. Más aún cuando, al seguir subiendo la mirada, llegábamos a grandes sombreros de cowboy. ¿Nos habíamos teletransportado a Texas? No, esto es el interior de Brasil: un lugar tan hostil como ese mítico oeste de las películas en el que las costumbres parecen calcadas: la tierra, el clima y la vida se imponen de igual manera al norte y al sur del Ecuador.
La diferencia es que al sur fueron los portugueses y los españoles los que llegaron y trajeron su cultura. Una cultura que perdura en la fiesta de las Cavalhadas de Pirenópolis en forma de «Moros y Cristianos«. ¿El problema? Nunca vieron un moro en la ciudad… Sentíamos mucha curiosidad por ver cómo escenificaban la lucha entre moros y cristianos a caballo, y lo que vimos fue de lo más sorprendente. La diferencia entre unos y otros es únicamente el color de su vestimenta y de su capa: azules los cristianos y rojos los moros. Ahí acababa todo: misma ropa, mismas armas, mismos movimientos sobre los caballos… Un baile a caballo que incluyó distintas pruebas de habilidad con espadas, lanzas y pistolas.
La otra parte de la fiesta son los mascarados, o curucucús por el ruido que emiten. Para no ser reconocidos se cubren la cara y cambian su voz. Hay dos tipos de mascarados a caballo: los tradicionales, que llevan una máscara de buey de enormes cuernos y vestimenta colorida a juego con los arneses y la capa del caballo; y otros que llevan la cara tapada de cualquier manera y cubren sus caballos con ramas, papeles o cualquier otra cosa. Todos juntos salen al campo das cavalhadas en dos ocasiones para mostrarse al público haciendo piruetas y colocándose de pie sobre sus monturas –entre los tradicionales se celebra un concurso para elegir al mejor–. En ambas ocasiones, casi hubo que llamar a la autoridad para que volvieran a entrar y dejaran a los moros y los cristianos seguir con su espectáculo.
Mientras tanto, en las gradas, los mascarados más jóvenes –y algunos no tan jóvenes– piden cerveza y cigarros a los asistentes mientras les gastan bromas y hacen sonar sus cencerros.
La primera fiesta popular a la que asistimos en el país y que, como ya nos había pasado antes, nos volvió a confirmar lo poco que se conocen Brasil, sus costumbres y sus celebraciones fuera de sus fronteras: mucho más que carnaval y samba.