No es fácil visitar un país en el que casi la mitad de su superficie es un desierto y no visitar ninguno. Es más sencillo si el país es el sexto del mundo en cuanto a tamaño, pero no deja de llamar la atención. Tras tres semanas en Australia la única arena que hemos visto estaba en las playas –y en Fraser Island, claro–. Ninguno de los once desiertos que tiene el país, según la Wikipedia, no hemos visto el Outback ni de lejos…
Pero eso no significa que no nos gusten los desiertos como al que más. Y digo como al que más porque los desiertos, como los mares y cualquier otra gran superficie de lo que sea (bosques, selvas, edificios…) son algo que o gustan tanto que no puedes dejar de mirar y de volver o los aborreces con toda tu alma y buscas alejarte lo más posible.
Desde nuestro primer atardecer en Merzouga –la puerta del Sahara–, Marruecos, quedó claro que nos había enamorado. En el desierto un grado de inclinación más o menos del Sol puede hacer que todo cambie: amarillo, dorado, ocre, rojizo, azulado, negro… todo el arco iris pasa por unos granos de arena.
Tanto nos gustó, que hemos seguido buscándolos a lo largo de nuestros viajes.
Volvimos a ver el Sahara en Egipto, rodeando las pirámides.
Pero, no nos conformamos con el gigante africano. Desiertos hay en todos los continentes y en Asia hemos visitado dos que nos proporcionaron imágenes más que curiosas. El desierto rojo de Wadi Rum, Jordania, con sus montes de arenisca y sus puentes de roca. Nuestra primera noche en el desierto, con una luna llena que lo iluminaba todo.
Y la región de Karakalpakistán en Uzbekistán, donde encontramos nieve y hielo en el desierto alrededor de la fortaleza de Ayaz Kala. Dormir en ese desierto fue más duro, con 20 grados bajo cero no había manera de calentarse.
Además del desierto de Thar, en India, la zona que separa el conflicto: la separación entre India y Pakistán. Dormir allí habría sido imposible, el calor seco de junio evaporaba el sudor antes de que mojara la piel.
Y a ti ¿te gustan los desiertos?