Sábado, 03/09/2011 (1)
Røros nos mostró la parte hogareña de Noruega. Un pequeño pueblo cerca de Trondheim en el que lo más destacable es una iglesia, varios museos y una mina de cobre. Es más, el pueblo se construyó alrededor de la mina y la fundición en la que se trabajaban los metales obtenidos. Junto con Kongsberg, con una mina de plata, son las llamadas ciudades mineras. Como pasaba con Nigardsbreen, el nombre de Røros también proviene de una granja, la granja Røraas, y significa desembocadura del Røa.
La “cercanía” a Trondheim hacía que el viaje en tren fuera “corto”. Corto para los estándares que habíamos descubierto en el país, poco más de dos horas en ir y otras tantas en volver. Dos billetes ida y vuelta por 130 euros, esta parte sí que cumplía los estándares noruegos.
Nada más llegar, volvimos a chocar con el hecho de que después del 15 de agosto es temporada baja en Noruega. La mina, alejada del centro, sólo era accesible en coche. Pero lo peor es que estaba cerrada hasta las tres, hora en la que comenzaba la visita de más de una hora de duración. Nuestra intención era volver a Trondheim en el tren de las 16.30 lo que hacía imposible la visita. Llegamos a la conclusión de que, en temporada baja, todo gira alrededor de las excursiones del Hurtigruten, no hay más turistas… o no importan.
La iglesia de Røros, Bergstadens Ziir, está construida como un teatro con dos niveles de palcos laterales. Gracias a este curioso diseño tiene un aforo de 1.640 personas, lo que la convierte en la quinta más grande del país. En 1784, año en que fue construida por la compañía minera, supuso un coste de 26.000 speciedaler –moneda noruega de la época– mientras que el sueldo medio anual de un minero era de 50 speciedaler. Gracias a lo productiva que era la mina, la compañía habría podido construir tres iglesias como ésta al año sólo con sus beneficios.
Al ser una iglesia “patrocinada” hay cuadros con los bustos de los directores y logos de la compañía minera, junto con otros de los reyes de la época. Dado que los reyes lo eran de Noruega y Dinamarca, gran parte del cobre que se extraía iba directamente a Copenhagen.
La lluvia, que ya nos extrañaba que no nos hubiera saludado casi en todo el viaje por el país nórdico, nos encontró aquí. A pesar de la cantidad de turistas que vimos tanto en la iglesia como en los alrededores de la fundición y su museo, la lluvia dejó las calles prácticamente vacías. Eso nos permitió fijarnos en las puertas de las casas. El pueblo es considerado el más frío de Noruega y, además de la lluvia, el frío también ayudó a que los turistas no pasearan mucho.
Ya habíamos visto alguna de estas curiosas entradas en Stavanger y en Solvorn, pero fue en Røros donde más pudimos disfrutar de esta costumbre noruega. Las casas de los mineros –patrimonio de la humanidad desde 1980–, obviamente de madera y de los siglos XVII y XVIII, contaban con puertas pintadas en vistosos colores con macetas floridas, faroles, ventanas… al final de pequeños tramos de escaleras.
¿Quién no querría vivir en una casa así? Parecen el escenario de un cuento, pero nada más alejado de un cuento que la dureza de la vida de los mineros.