Cuando uno viaja a Sevilla espera encontrarse con la Maestranza, la Plaza de España, la Giralda, la Catedral… pero un alcázar suena a algo más castellano –el Alcázar de Toledo, el de Segovia–, menos propio del carácter andaluz. Sin embargo aquí también hay uno: el Alcázar de Sevilla, en realidad el Real Alcázar de Sevilla. A diferencia de los castellanos, el de Sevilla no es un único edificio, sino un conjunto de palacios –en algunos lugares recibe el nombre de Reales Alcázares– que se han ido erigiendo con el tiempo, con los cambios de estilo que ello implica.
Volveríamos a ver varios palacios construidos a lo largo de los siglos y protegidos por una misma muralla en nuestra visita a Rajastán y sus muchos fuertes. Reyes y reyes, marajás y marajás, embelleciendo, como si de una competición se tratara, sus palacios.
En pleno centro de la capital andaluza se alza una muralla que rodea el palacio real en activo más antiguo de Europa. Un lugar tan bien situado que romanos, godos, árabes y cristianos no dudaron en remodelar, reforzar, atacar, conquistar y proteger los palacios que allí se alzaban, sin dejar de construir otros nuevos.
Una visita en la que acompañábamos a los padres de Sara me descubrió –Sara ya lo había descubierto años antes– un nuevo alcázar, uno que recordaba la época en que ser musulmán, judío o cristiano no significaba diferencia. Una época en que un rey cristiano podía construir un palacio de estilo mudéjar sin que nadie dudara de su fe. Una época que, lamentablemente, acabó, pero que muestra sus huellas sacando los colores a otros tantos momentos de la historia pasada y presente.
El estilo que imperaba durante su reconquista –en 1248 por parte de Fernando III– era el gótico y ése fue el que siguió Alfonso X en 1254 para construir su palacio, el Palacio Gótico. El Sabio se decidió por la sobriedad y la fortaleza: todavía era momento de guerras y luchas, a pesar de que también escribió gran cantidad de libros –las Cantigas o los Libros de Ajedrez entre otros– dentro de sus muros.
Algo más de cien años después, 1364, Pedro I de Castilla mandó construir uno de sus más bellos palacios, recuperando parte del esplendor árabe con su estilo mudéjar. Como buena construcción mudéjar, la sucesión de patios –como los de la Montería, de las Muñecas y de las Doncellas– y salones –entre los que destaca el de Embajadores– decorados hasta el extremo deja asombrado al turista, al que la palabra “alcázar” había trasladado a edificios sobrios, macizos y dispuestos para la batalla y la lucha.
Mención aparte merece el vergel de los jardines del Real Alcázar de Sevilla: estanques –como el de Mercurio–, grutas, laberintos, pabellones… todo pensado para la tranquilidad y el paseo sosegado al cariño de las plantas. Verdor y agua que refrescan el ambiente. Cierto es que, en nuestra visita, ya se encargó la lluvia de refrescarlo, descargando con tanto ímpetu que impidió la salida de varios pasos de su Semana Santa…