Digan lo que digan, ni Moscú ni San Petersburgo son Europa. Después de pasar por el lejano Oriente (Japón) uno podría pensar que tampoco son Asia, cosa que se confirma después de recorrer zonas más próximas como Jordania o Siria y las intermedias como India y Nepal. Son un nuevo continente que se encuentra entre los dos.
En las estaciones tanto de tren como de metro rusas sólo trabajan mujeres, y tampoco trabajan mucho. Lo normal para llegar al andén del metro desde la calle es bajar un único tramo larguísimo de escaleras mecánicas. Cada uno de ellos cuenta con tres escaleras mecánicas: una de subida, una de bajada y una parada. También hay, en la parte de abajo, una pequeña caseta en la que siempre hay una señora mayor dormitando encargada de accionar esa tercera en caso necesario.
Las estaciones de tren rusas son un salto al pasado. Puedes encontrar cuarenta o cincuenta ventanillas, siempre atendidas por mujeres, pero ni un cartel con un número ni indicando si hay alguna para un destino concreto.
Delante de cada ventanilla hay una «cola». Es tu responsabilidad elegir la mejor. En el caso de los extranjeros, la taquilla en la que la señora hable un poco de inglés.
Al haber tantas colas los rusos van pidiendo la vez en todas ellas. Esto provoca que justo cuando te va a tocar aparezcan varios que estaban delante y que justamente ahora han decidido volver. Después de varias horas esperando pacientemente mientras ves que los demás van entrando y saliendo de la cola a su parecer mientras tú esperas, te encuentras con la hora de la pausa. La taquillera cierra su ventanilla y se va dejando a todo el mundo con cara de pocos amigos y al extranjero con cara de sorpresa. La pausa tiene una duración estimada de 15 minutos, pero nunca se sabe cuánto tardará en volver, ni siquiera si lo hará ella o será otra, que no hable inglés.
Ya lo habíamos vivido en San Petersburgo intentando comprar un billete nocturno a Moscú. Ese billete no llegó nunca, a pesar de que después de unas horas esperando conseguimos hablar con la taquillera (que hablaba inglés). Ese día es que no había, estaban agotados para el tren que teníamos previsto coger tres días más tarde.
Días después volvimos a las andadas en Moscú. Tras toda la elección de la «cola» y ver que van y vuelven todos los rusos sin preocuparse de que tú estés allí, llegó la pausa. Durante esta pausa decidimos hacernos fuertes. Nadie más se volvería a colocar entre nosotros y nuestro billete. Para lograrlo hubo que usar los codos y los gritos. En el último momento apareció una pareja de rusos que con señas nos dijo que su tren salía en diez minutos y que necesitaban comprar el billete. No había compasión, se había acabado hacía varias horas. Por otra parte, sabiendo cómo son las estaciones en tú país, ¿por qué no has venido antes? La decisión estaba clara: no iban a pasar. Codazos, empujones, malas caras… por suerte el que estaba detrás de nosotros también había perdido la paciencia hacía rato y también les dijo que se fueran para atrás. Habíamos encontrado al único ruso europeizado.
Conseguimos un billete que era para la ciudad que queríamos pero para un día que no era el que queríamos. La taquillera nos señaló la central y nos echó de su ventanilla. Ni nuestro «amigo» europeizado quiso saber nada de nosotros, ya le tocaba a él y le estábamos estorbando.
Sara no pudo evitar gritar en mitad de la estación. Por suerte nadie nos hizo mucho caso. Éramos los turistas histéricos, no me habría gustado vivir la experiencia de relacionarme con la policía rusa en absoluto. Había tenido suficiente con las taquilleras del tren.
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