Además de los rascacielos de «Lost in traslation» y de los pueblos y templos de «El último samurai«, todo el mundo tiene una imagen más de Japón en su cabeza. Sí, no es algo que salte con facilidad, pero si escribo Fuji, ya estás viendo el perfecto perfil cónico, con sus nieves perpetuas en la cumbre, del volcán más conocido del país del Sol naciente.
Visitar una montaña no es, a primera vista, una tarea complicada. Más aún cuando la idea es ver su perfil, no escalarla. Pero el Monte Fuji es casi tan esquivo como un leopardo en la sabana africana.
En nuestro viaje habíamos planificado una visita a la zona de Hakone, cerca de donde se alza la montaña. Pasaríamos un par de noches en Hakone-Yumote disfrutando de sus onsens. El primer día estaba destinado a una excursión que nos llevaría al lago Ashi, desde donde se disfrutan de espectaculares vistas, después de pasar por el volcán Sounzan y el museo al aire libre de Hakone. Como sabíamos que tendríamos que coger mucho transporte y el Japan Rail Pass no lo cubría, ya habíamos comprado el Hakone Free Pass: autobuses, teleféricos, trenes, hasta un barco, durante tres días, en Odawara.
El madrugón era necesario si lo queríamos hacer todo. En Japón, haciendo honor a su sobrenombre, el Sol sale a una hora casi indecente. Pero, aunque no te lo esperas, los sitios abren, en general, a eso de las nueve de la mañana y cierran alrededor de las cinco. Esa imagen de japoneses trabajando hasta altas horas en las oficinas no incluye monumentos ni museos. Otra de las falsas ideas sobre Japón es que todo el mundo habla inglés. Nada más alejando de la realidad, encontrar a alguien que te entienda es complicado (los jóvenes cada vez lo hablan más), pero es fácil moverse por el interés que ponen en ayudarte, y porque el japonés se pronuncia como el español.
En cualquier caso, después de hacer todas las visitas, la del volcán Sounzan rápida porque avisan de que debido al azufre no se puede estar mucho tiempo en la plataforma, llegamos al lago Ashi. Allí nos esperaban unos barcos dignos de «Piratas del Caribe» (tres años habían tenido para copiarlos). Dos barcos de tres mástiles decorados con maniquíes de piratas y bucaneros.



En aquel momento no lo podíamos saber, pero años después sufriríamos la misma decepción tratando de descubrir el Everest desde Nagarkot. No sólo estaban ocultos sus 8.848 metros, también los del resto de montañas de alrededor.
Un país tan amigable y que se esfuerza tanto por ayudar al turista nos tenía preparada una sorpresa. Esperó hasta el penúltimo día del viaje para dárnosla y la compartimos con muchos japoneses que tampoco estaban acostumbrados a disfrutar de la montaña.
En el Shinkansen entre Kioto y Tokio notamos cierta agitación al salir de un túnel. La gente se comenzó a colocar en las ventanillas del lado izquierdo y sus caras demostraban expectación. No sabíamos qué iba a pasar pero «donde fueres haz lo que vieres» y allá que fuimos.
Con la luz, al salir del túnel, llegó la conocidísima figura del Fujiyama y, como el resto viajeros, desenfundamos nuestras cámaras para inmortalizar tan deseado momento.