Martes, 21/06/2011 (2)
Vamos a visitar la ciudad, cuando acabemos iremos a Pushkar, pero en el momento en que encontremos una oficina de cambio conseguiremos rupias. También habrá que enterarse de los safaris para ver al tigre y de los trenes para llegar a Sawai Madhopur. Tendremos que pasar por una agencia de viajes.
A pesar de que, en la actualidad, Ajmer es más una ciudad de paso para llegar al místico y sagrado Pushkar, también ella tiene importancia. Se trata del lugar más importante del Rajastán en términos de historia y patrimonio islámicos.
Cuando veníamos hacia el hotel ya vimos el templo Nasiyan, el templo rojo, la colaboración jainista en la ciudad. Construido en 1865 se conoce también como templo dorado por su primera planta, Swarna Nagari. A diferencia de los demás templos jainistas que hemos visto, aquí no hay esculturas en mármol, ni en arenisca. Lo que hay es figuras doradas: edificios, hombres, camellos, elefantes voladores, pavos reales, góndolas con humanos… Representan el concepto jainista del mundo antiguo. Se estima que se utilizaron unos mil kilos de oro para su construcción, aunque mucho parece pintado, junto con plata y piedras preciosas.
Aquí también tiene que ver el Monte Meru. Según los jainistas y otras religiones que lo consideran sagrado, a los pies del monte se encuentra el continente Yambu Duipa, rodeado por otros siete continentes concéntricos separados por siete océanos. Es la representación de esto lo que nos encontramos aquí. Junto con naves voladoras, con forma de pavos reales y elefantes, colgadas del techo. Da la impresión de que alguien se tomó alguna sustancia psicotrópica y diseñó esto.
Es posible subir a la primera planta para ver toda la escena desde arriba. A la entrada, uno que había en la puerta nos dijo que cuando saliéramos le diríamos que nunca en nuestra vida habíamos visto nada tan bonito… No sabemos si es que está enamorado de su templo o que no ha visto los otros que hay por la zona, pero tanto como lo más bonito no es.
Caminando tranquilamente, aunque por la sombra, nos acercamos a visitar el palacio de Akbar. Aquí comienza el cierre del círculo de los viajes de este año. Akbar es un descendiente, uno de los más importantes junto con su nieto Shah Jahan, de Tamerlan. El gran conquistador que conocimos en Uzbekistán y que derrotó al sultanato de Delhi. A partir de ese momento los mogoles gobernaron en India.
El palacio se construyó en 1570 y no se puede decir que se hayan preocupado mucho de mantenerlo. Sólo quedan en pie algunas de sus paredes exteriores. Durante la dominación británica se usó como polvorín, de ahí el nombre por el que se le conoce en la actualidad, magazine.
No se puede ir a Ajmer sin visitar el Dargah de Khwaja Muin al-Din Chishti. El centro de peregrinación musulmán más importante del país y que convierte a esta ciudad en la más sagrada para el Islam. Khwaja Muin al-Din Chishti nació en el este de Persia en 1138, recibió la visita de un santo que le iluminó. Se convirtió en faquir (santón musulmán) y recorrió el mundo aprendiendo y enseñando. Entre ese mundo que visitó volvemos a encontrarnos con viejas conocidas: Samarcanda y Bujará. A su vuelta se estableció en Ajmer y aquí es donde murió a los 97 años. El hecho de que predicara tanto para musulmanes como para hinduistas, según él eran dos caminos distintos para un mismo sendero, le llevó a ser santo para ambas religiones. Su tumba era visitada cada año en peregrinación a pie desde Agra por el emperador Akbar y su mujer. Ahora es visitada por decenas de miles de fieles.
Llegar hasta allí no iba a ser tarea fácil. Con cada paso nos metíamos en calles más estrechas y, si era posible, más sucias. Nos acercábamos a una medina árabe y las posibilidades de perderse eran muy grandes. Por suerte, en algún momento alguien decidió construir una amplia calle que llevara hasta la entrada del templo.
La calle estaba atestada de gente y plagada de hoteles, algunos con buena pinta y otros peores que los de esta mañana, y tiendas de recuerdos y de ofrendas. Entre tanta gente yendo de un lado para otro también nos encontramos a muchos que piden. No sabemos si su estado se debe a la pobreza extrema en la que viven o a algún tipo de sacrificio de la peregrinación. Vemos a gente que va rodando sólo con un turbante en la cabeza y otro en la cintura sobre el suelo. Un suelo que no está para nada más limpio que los del resto del país, incluso algo más sucio por la cantidad de gente. Nos preguntamos si no podrá andar o si formará parte de su “ofrenda”. Otro está tumbado en el suelo boca abajo con el talón de su pierna por detrás de cuello en una postura imposible. De nuevo, malformación (que hemos visto unas cuantas) o sacrificio…
Unido a la cantidad exagerada de gente y al hecho de que sea necesario descalzarse, como en todo templo musulmán, el hecho de que se produjera un atentado en 2007 con una bomba ha provocado que las medidas de seguridad sean más severas. No se puede entrar en el dargah con nada, ni cámara de fotos, ni mochilas, ni nada. En otros sitios no nos ha importando mucho dejar los zapatos fuera entre los de toda la gente, pero dejar la mochila y las cámaras no nos llama la atención. Tampoco parece que le tengan mucho afecto a los zapatos. La mayoría los tira de cualquier manera al acercarse. Los que se encargan de guardarlos hacen paquetes con ellos y los van atando con cuerdas. Hay tantos zapatos como billetes en una taquilla de estación de tren uzbeca y con el mismo modo de almacenamiento: apilados y atados, los billetes con gomas elásticas y los zapatos con cuerdas. ¿Cómo harán al salir para recuperar los suyos?
Nos acercamos a preguntar si hay alguna consigna. Creemos entender que hay una a la izquierda, pero no vemos más que la calle llena de gente que quiere llegar hasta aquí. Por si fuera poco ya estamos en la hora de más calor y, aunque, al principio, que hubiera una calle ancha para llegar aquí nos pareció una buena idea, ahora sufrimos esa anchura: no hay sombra por ninguna parte.
Somos dos. La solución más sencilla y rápida es la obvia: uno se queda fuera con todo y otro entra, y luego cambiamos los puestos.
La primera en entrar será Sara. Me deja todo y se lanza a las escaleras rodeada y aplastada por el resto de peregrinos. Yo busco un resquicio de sombra delante de uno de los puestos callejeros que hay frente al edificio. Casi todos son de comida. El agua sucia baja por canales excavados a los lados de la calle y pasa por debajo de los puestos. Por si fuera poco los mosquitos también se acercan a la comida… al final lo del malarone sí que va a ser necesario. La mayoría son de dulces y, además de mosquitos también hay abejas y otros insectos pululando sin que a nadie le moleste lo más mínimo. Bueno, a nadie no, a mí me molesta, más bien me preocupa que alguno decida que yo le parezco más apetitoso que el dulce.
Por si fuera poco me he convertido en la atracción del sitio. Si hasta ahora ya nos habían mirado y hecho (a veces pidiendo permiso y otras robado) fotos, aquí es exagerado. A mi alrededor se abre una zona de exclusión de un par de metros de radio. De esa forma la gente se puede colocar en semicírculo y todos pueden mirar. No tienen aspecto de querer hacer nada, no es una turba violenta que se pregunte qué hace un infiel en un sitio tan sagrado, es sólo gente que siente curiosidad. Pero mucha curiosidad y que no tiene ningún reparo en mirar fijamente aquello que le intriga. Tampoco se cortan en hacer fotos ni en comentar entre ellos y reír. Me siento una atracción de feria y ninguno ha pagado su entrada.
Esperar a que salga Sara, con la atención dividida entre las abejas y mosquitos y toda la gente que me mira como esperando que haga algo, se hace muy largo. No sé qué tal lo estará pasando ella pero pienso que, o me dice que es maravilloso o será mejor que nos vayamos y que me lo vaya contando después. No quiero que esté aquí rodeada de toda esta gente mirando como si fuéramos el plato principal de su comida.
Cuando veo que baja las escaleras me acerco con las sandalias. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero estoy seguro de que, aunque me ha parecido mucho, no lo ha sido. La cara de Sara me deja claro que no voy a entrar. No es lo más impresionante que ha visto nunca como belleza, pero sí que lo es respecto a la cantidad de gente que hay.
Me cuenta que si fuera me ha parecido que había demasiada gente dentro es horrible. Casi no se puede andar en la sala donde está la tumba de Khwaja Muin al-Din Chishti. Es una sala pequeña abarrotada de gente. Tú no decides adonde ir, sólo puedes dejarte llevar por la masa. En el centro de la sala, sobre la tumba, ha visto una cosa muy grande hecha en plata. Posiblemente sea una obra de arte, pero no merece la pena sufrir eso por verlo. Al entrar le han pedido 200 rupias. Con eso de que había que dejarlo todo fuera no llevaba ni dinero y así se lo ha dicho. Le han dejado pasar porque supongo que sería más complicado obligarle a darse la vuelta con toda esa gente que justificar la entrada gratis. A la salida me ha dicho que había un libro en el que tenían que firmar los extranjeros. La última firma era del cinco de mayo (¡hace un mes y medio!) y también era un italiano. No me extraña que los turistas no entren, es un caos. Y eso que estamos acostumbrados a cruzar la Gran Vía en Navidad.
De todas formas no se libra del escrutinio de la multitud. Se pone las sandalias deprisa y corriendo para quitarse de la escalera y nos acercamos a otro de los puestos cercanos buscando un poco de sombra. Le han hecho ponerse la camisa de manga larga y el pareo para cubrir brazos y piernas y mientras se lo quita y se abrocha las sandalias seguimos siendo el espectáculo principal. Yo también me abrocho las zapatillas, iluso de mí me las había abierto para ganar tiempo. El círculo es completo y tenemos gente mirándonos por todas partes. Me incorporo y saludo con un «Namaste» bien alto a cada grupo al tiempo que me inclino hacia delante. No les preocupa mi reacción: ni se avergüenzan, no sé si serán capaces, ni me devuelven el saludo, simplemente siguen mirando sin perder detalle para luego poder constárselo a sus amigos «¡vimos a unos turistas!». Esto es la India, ver turistas no debería ser tan sorprendente.
Nos alejamos del dargah por la misma calle por la que vinimos y vemos a los mismos que vimos al llegar. Por esta calle lo que se ven pocos es tuctucs. Ya estamos saturados de Ajmer y queremos irnos a Pushkar. Según la guía y lo que nos han contado es una ciudad muy tranquila con un punto hippie, que esperamos sirva para quitarnos el agobio.