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Sudáfrica (XVI)

Sábado, 29/08/2.009 (1)

A las seis y media nos despertamos para nuestro desayuno casi de campeones, todavía queda leche, chocolate, donuts y pan. Queremos mirar el correo antes de coger el BasBuz para ver si nos han respondido los de Robben Island. No han respondido, pero nos damos cuenta de que lo intentamos reservar para el nueve de septiembre en lugar de para el tres. Les mandamos otro correo corrigiendo la fecha, aunque si no han respondido al primero no tenemos muchas esperanzas, habrá que llamar.

La hora prevista de salida es las ocho. A las ocho y media es cuando llega, después de que nos hallamos vuelto a «preocupar» un poco. Tiene capacidad para 20 personas y lleva detrás un remolque en el que meter las mochilas, porque aquí todos vamos mochila. Hay muchas plazas libres, lo que no nos extraña. Lo que nos sorprende es que haya tantas ocupadas con lo poco útil que resulta. Después de montar nosotros todavía hay que recoger a uno más antes de salir de Cape Town.

La primera parada es Stellenbosch, y no la hace. No debe haber nadie que quiera subir ni bajar. Así que la primera vez que para es para que bajemos nosotros. Por el camino el conductor va diciendo, de vez en cuando, por donde pasa y qué es lo que hay.

Para ir al Hermanus Barckpacker, que es donde vamos a dormir las próximas dos noches, hay que coger un shuttle desde Botriver. En realidad no es más que los del albergue con una furgoneta típica que te vienen a buscar y te traen para lo que cojas. Como hemos llegado diez minutos antes de lo que el conductor les ha dicho tenemos que esperar un poco. Esperamos todos, porque la furgoneta que viene a por nosotros también trae gente del albergue. Y no sólo gente, también trae al perro que se tumba con Sara. Ayer le dije a la guía que se veían pocos perros en Sudáfrica y hoy lo tenemos en el coche. Ella nos dijo que sí que hay muchos, pero que la gente no los saca a pasear, están el jardín.

La furgoneta que viene es una demostración de la vida relajada playera. El conductor, rubio de ojos claros, va con una camiseta de tirantes (y, aunque no hace mucho frío, aquí es pleno invierno), lleva rastas en el pelo, la piel bien bronceada, Bob Marley en la radio y el perro corriendo alrededor. Nos dice que pasó un mes en Barcelona y que sabe un poco de español: «qué bonitos ojos tienes», «¿quieres una cerveza?», «perdona, mi español no es muy bueno», «¿quieres un porro?»… estamos seguros de que ligaría mucho allí. De hecho nos comenta que Barcelona es su ciudad favorita del mundo. Antes de llevarnos al hostal nos da una vuelta por el pueblo, porque dice que aunque nos darán un plano es mejor ver las cosas primero, que así es más fácil.

En la recepción hay otro rubio guaperas con aire de hippie. Éste no lleva rastas pero podría y anda descalzo por todo el albergue. Nos lleva a nuestra habitación para que dejemos las mochilas, pero todavía no está preparada. Nos da la llave y nos dice que estará lista en poco tiempo. También nos da el plano y nos confirma que la hora del kayaking con las ballenas será las dos de la tarde, a las dos menos cuarto tenemos que estar en el muelle viejo.

Para llegar aquí hemos pasado por la playa y no hemos visto ni una ballena. La temporada de ballenas es impredecible y el calentamiento global hace que las aguas del antártico se enfríen menos y las ballenas se quedan allí más tiempo. De todas formas estos días se están viendo algunas. Por si acaso salimos al paseo marítimo a buscarlas.

Lo único que encontramos son hoteles y albergues y mucha gente con cámaras equipadas con teleobjeticos y con prismáticos, pero ninguna ballena. Al final vemos un par de chorros de aire de la respiración de dos de ellas a lo lejos. Nos da la impresión de que el kayak no va a ser nada peligroso. Pensábamos que si cerca de nosotros una ballena decía saltar o sacar la cola podía ser «doloroso», pero aquí no hay ni una a la vista.

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