Para los que nos gusta viajar, no hay peor momento que el de la vuelta. A diferencia del momento en que compras los billetes, que la adrenalina sube con cada clic de ratón, con cada campo de texto rellenado y con cada pantalla hacia el código de reserva superada, el día en que te das cuenta de que la aventura –en nuestro caso los viajes son siempre una aventura– está acabando, llega el bajón.
El vuelo, el tren, el autobús, el barco… de vuelta son esa espada de Damocles que, ya antes de salir de casa, sabemos en qué momento caerá sobre nuestras cabezas. Ese despertador que suena cada mañana para arrancarnos de nuestros sueños, nunca más literal, y lanzarnos a la rutina de jornada laboral, jefes, marrones… Al igual que cada mañana le pedimos diez minutos más y remoloneamos entre las sábanas, nos gustaría poder ganar uno o dos días a ese regreso.
¿Y qué sueño es más grande en un apasionado de los viajes que no poner ese despertador? Lo irónico es que, por lo general, nunca se madruga más que viajando, pero sarna con gusto no pica.
Estamos en camino, los primeros pasos ya están andados y, aunque siempre es un camino mal iluminado y con muchos huecos en los que el miedo y la desconfianza habitan, llevamos linternas.
Que viene, que viene.