Como ya dijimos en los consejos para viajar a Omán, lo primero que se nos vino a la cabeza cuando pensamos en viajar al país fueron kilómetros y kilómetros de dunas de arena fina. El desierto de Arabia, la dureza de una región inhóspita que ha servido durante siglos de hogar y de protección a las tribus beduinas. También imaginamos, y casi sentimos, como esa arena se colaba por todas partes y nos acariciaba –es lo que tiene estar enamorado de los desiertos… son caricias, no arañazos–. La apuesta subía al ver que, según el programa, acamparíamos en esas dunas, bajo cielos llenos de estrellas –la fortuna hizo que viajáramos con luna nueva–, rodeados de esa soledad que sólo un desierto hace que sientas…
Visitar los desiertos de Omán: excursiones
Un desierto siempre es un desierto. Hay que conocerlo y estar preparado para adentrarse en él aunque no sean más que unos pocos kilómetros. Las posibilidades de desorientarse y de quedarse atascado en la arena son altas, sin contar con el sol que puede convertirse en tu peor enemigo hasta que se pone y llega el frío. ¿No es por eso por lo que nos encanta? Porque nos devuelve a esa pequeñez, a esa modestia que casi hemos perdido en el resto del planeta donde, con nuestros móviles y tarjetas de crédito, podemos hacer cualquier cosa y no hay riesgo que nos amenace.
De todas formas, por mucho que nos guste esa sensación, tenemos claro que la precaución es lo primero y que, por nuestra cuenta, no entraríamos nunca. Siempre que hemos visitado un desierto lo hemos hecho con una excursión y un guía local y en los de Omán no iba a ser diferente. Acompañados de Amur y de Ali, fuimos descubriendo los distintos tipos de desiertos de Omán. Nos quedó pendiente Rub al-Khali, la joya de la corona. Uno de los mayores desiertos de arena del mundo que se extiende por la península arábiga en Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Omán y Yemén. Demasiado lejos al sur y demasiado duro para el mes de septiembre, cuando visitamos el país.
Colócate el sombrero, date protector solar, no te separes de tus botellas de agua y acompáñanos por esa maravilla que la palabra desierto evoca.
Wahiba Sands, el desierto que soñabas en Omán
¿Qué necesita un desierto, además de dunas de arena, para ser el que un niño sueña? Sí, ¡camellos! Fue lo primero, casi antes que la arena, que encontramos al acercarnos al desierto de Wahiba –Wahiba Sands o Ramlat al-Wahiba y ahora llamado más comúnmente Sharquiya Sands, desierto de Sharquiya–.
La aproximación, como prácticamente a todos los lugares en cualquier país árabe que se precie, y en Omán no iba a ser menos, estuvo precedida por la visita a una casa. La hospitalidad omaní “obligaba” –una “obligación” muy agradable– a pasar por una casa y a disfrutar de la compañía de sus dueños, auténticos beduinos, y de sus dátiles y té. Nuestra parada fue en Al-Ghabbi, prácticamente dentro del desierto –Google Maps lo deja claro–, en la casa de Ali. Casi podíamos ver las dunas y hasta ellas fuimos acompañados por los hombres de la familia que se mostraban orgullosos enseñándonos sus camellos de carreras. Los camellos no suelen vivir en manadas y necesitan moverse… todavía no entendemos muy bien cómo eran capaces de “recuperar” a los suyos que se mueven libremente por el desierto –bueno, llevan atadas las patas delanteras, lo que les impide correr–.
Ya estábamos con los pies en la arena rojiza y fina de Wahiba Sands que se colaba por todas partes. Se acercaba la hora de la puesta de sol y allá íbamos, en su búsqueda sobre las dunas, con nuestro 4×4… hasta que se quedó atascado en la arena. Si a un profesional como Amur le puede pasar eso, cuando lo ha hecho decenas de veces, ¿qué no podría pasarnos a nosotros? Mientras sacaba el coche nosotros hicimos lo propio con las zapatillas y las cámaras y nos lanzamos descalzos a por esa luz anaranjada y ese momento mágico.
Dormir en el desierto de Wahiba: “hoteles” en el desierto en Omán
No busques hoteles en los desiertos de Omán, pero tampoco pienses que no hay comodidades. Más allá de la acampada, prácticamente libre, están los campamentos del desierto que, como si se tratara de hoteles, tienen distintas categorías. Desde los más básicos hasta los que tienen cabañas/bungalows individuales con baños privados, aire acondicionado y hasta señal wifi –tampoco esperéis fibra de alta velocidad, pero conseguimos subir una foto a instagram–. Nosotros hicimos noche en uno de estos últimos, el Oryx Camp, donde también cenamos y pudimos disfrutar de ese maravilloso y estrellado cielo omaní.
Camino de Ghalat, el desierto “domesticado”
Al día siguiente, el viaje continuaba hacia el sureste y el desierto nos seguía acompañando con sus camellos y sus cabras, el otro ganado beduino por excelencia. Pero era un desierto salpicado de arbustos, con carreteras y señales de tráfico, con pequeños pueblos-aldeas en los que destacaban comercios y restaurantes… Un desierto “poco desierto”, un desierto domesticado. Un lugar en el que la pequeñez que buscábamos no existía, el hombre había dominado la arena y no estaba amenazado, ni tan siquiera intranquilo.
Así fue hasta que llegamos a las cercanías de Ghalat donde la carretera desapareció y las rodadas de otros 4×4 se convirtieron en la única referencia del camino –por supuesto para unos occidentales como nosotros, porque Ali parecía conocerlo perfectamente–. Volvimos a perder la cobertura del móvil, a notar cómo la arena volaba contra las ventanillas y a pensar que, fuera de aquella isla moderna de decenas de caballos y aire acondicionado, estaba una inmensidad que nos resultaba completamente ajena pero nos atraía como un imán. Una inmensidad aún más sorprendente cuando el azul del cielo en el horizonte dio paso a un azul más oscuro sobre las dunas… el mar aparecía al final, como si fuera un espejismo. Tan extraña fue la visión que Sara gritó «Sea!» emocionada como si no pudiera creer que después de un día viendo desierto el mar se acabara por imponer.
Las salinas de Filim
Se supone que Omán tiene un 0% de territorio con agua: ríos, lagos, lagunas… La verdad es que algo tiene. Más adelante en nuestro viaje encontraríamos oásis con grandes fuentes de agua, pero en aquel momento descubrimos sus lagos salados. ¿Se puede considerar “agua” una pequeña pátina de agua marina de pocos centímetros de espesor? Probablemente no, pero la belleza del desierto blanco, del desierto de sal, es especial.
No se trata de una salina como el Salar de Uyuni u otras salinas de Sudamérica. Es un desierto amarillo en el que la sal se ha hecho fuerte y tiñe de blanco algunas partes. Como el lago salado de Túnez: una mezcla de colores y texturas que hacen que tus sentidos se confundan. Una mezcla de sal y arena que nuestro cerebro se empeña en clasificar como desierto y salina al mismo tiempo sin que se ajuste a la definición que tenemos de ninguna de las dos.
Lo que tampoco podía definir nuestro cerebro era la cantidad de basura que encontramos junto a las pequeñas montañitas de sal. La zona es una “fábrica” y los trabajadores no son lo que se dice respetuosos con el medio ambiente –no es que el omaní medio lo sea, todo el país tiene bastante basura en el suelo–. Colillas de cigarro, botellas de plástico, papeles… rodeando los pocos pedazos de sal que todavía no habían sido recogidos le quitaban gran parte del encanto al lugar.
Sugar desert, Al Khaloof, cuando el desierto se hace playa
El color blanco de la sal sobre la arena no nos abandonó pero sí la propia sal. Volvíamos a pisar –con los neumáticos del 4×4– arena de desierto: fina, seca como la de una playa perfecta, una playa de azúcar.
Lo cierto es que costó un poco llegar hasta esa arena “perfecta”. El camino por la costa desde Filim hasta Al Khaloof se complicaba por la marea que llevaba el mar hasta las rocas haciendo desaparecer la playa y, por extensión, nuestra “carretera”. El 4×4 volvió a demostrar que era necesario subiendo y bajando por rocas y vadeando alguna que otra zona en la que la marea había corrido más.
Sin darnos cuenta, volvíamos a estar en un desierto mágico y a una hora aún más mágica si era posible. El sol se ponía y Ali paró el coche. Corrimos dunas arriba para ver el momento y, a la vuelta, descubrimos que el punto de parada no había sido aleatorio, sería nuestro campamento para la noche: a pocos metros del mar, protegido por una alta duna.
Antes de cenar –Ali había comprado pescado en el camino y lo preparó en una hoguera– ya estábamos pensando en las fotos que haríamos al cielo esa noche y la hora a la que habría que poner el despertador para ver amanecer sobre el mar al día siguiente. ¿Quién podía preocuparse por la arena que se colaría en las tiendas, la humedad que las cubriría por la noche o que no hubiera una ducha teniendo esa maravilla en la “puerta”?
Omán cumplió nuestras expectativas con sus desiertos de colores, texturas y hasta “sabores” distintos. Nosotros los amamos todos, no podíamos estar más contentos.
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