En el país del Sol naciente no llevan bien lo de los nombres de las calles. De hecho, no existen. Hay quien dice que la canción de U2, «Where the streets have no name» hace referencia a Japón.
Delante de cada salida de una estación de metro hay planos de la zona con los nombres de algunos edificios (o de las empresas que alojan) así como con los semáforos de las calles principales.
La última noche en Japón teníamos pensado dormir en un hotel cápsula de los pocos que permiten la entrada a mujeres. Nuestra ilusión se truncó. Estaba cerrado, en obras. Se nos echaba el tiempo encima y nuestro avión de vuelta salía la mañana siguiente. Una de las opciones que barajamos era pasar la noche en un ciber. Ya habíamos estado en alguno y los butacones de piel en cuartos privados no tenían mala pinta. Muchos oficinistas utilizan esta opción cuando al salir tarde de su trabajo no tienen posibilidad de volver a sus casas. Pero antes de llegar a eso preferíamos una cama. Quien dice una cama, dice un futón.
Había que buscar otro sitio. Pensamos en el albergue en que habíamos dormido los primeros días en el parque Yoyogi. La recepción cerraba a las cinco de la tarde. El teléfono respondía con una grabación en japonés y en inglés diciendo que estaba completo, pero indicando el teléfono de otro albergue de la ciudad. Empezamos mal, para conseguir entender todos los números del teléfono ya necesitamos llamar tres veces.
Cuando lo tuvimos, llamamos y nos dijeron que tenían habitación. Cerramos la reserva, una habitación familiar con baño, y preguntamos cómo llegar. La explicación no era simple: coger el metro hasta no recuerdo qué parada, salir a la calle, girar a la izquierda, andar hasta el tercer semáforo, torcer a la derecha y la primera a la izquierda (o algo parecido).
Todo esto en inglés, de noche, cansados después de todo el día viajando, no es tan sencillo. Necesitamos llamar dos veces más al albergue, cada vez desde más cerca. A los que preguntábamos no sabían de qué les estábamos hablando, lo que nos hacía pensar que nos habíamos vuelto a perder. Por suerte, las mochilas se quedaron en la taquilla de la estación de tren de Tokio y no las llevábamos a la espalda en esta búsqueda. Al final encontramos, por casualidad, un pequeño cartel en una farola con un mapa que nos decía que nos habíamos pasado.
Cuando volvimos atrás y encontramos la puerta, por la que acabábamos de pasar sin habernos dado cuenta, descubrimos que la farola de delante tenía un cartel de una librería que estaba dos calles más allá. No hay suficientes farolas para todas las indicaciones que hacen falta en esa ciudad.
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