Una cosa que se aprende en cuanto llegas a un país árabe es que nunca, jamás, encontrarás un taxista que te diga que no sabe llegar a donde tú quieres ir. Podéis hacer la prueba. Dad una dirección inventada escrita a mano y que casi no se pueda leer en un papel arrugado y el taxista os dará un precio para llevaros. Incluso dará un precio para llevaros en coche a vuestra casa.
Era nuestro segundo, y último, viaje organizado. El primero había sido ese mismo año a Marruecos y ya nos habíamos dado cuenta de que no poder estar más tiempo viendo lo que queríamos y tener que ajustarte al horario del grupo y del guía no era para nosotros. Pero llegar a algunas zonas de Egipto sin ir en un viaje organizado era difícil. Esa escolta militar al convoy de autobuses hacia Abu Simbel con un militar en cada uno es una buena muestra.
Después de pasar un par de días en El Cairo, visitando los monumentos principales, teníamos una mañana libre. Era el último día de vacaciones. El avión salía esa misma tarde y teníamos que estar en el hotel antes de la una. Aprovechamos esas horas para visitar un par de mezquitas que no habíamos visto con el grupo y lanzarnos a cruzar una calle entre el caos de tráfico.
Nuestro hotel estaba en el barrio de las pirámides. Desde su azotea se veía por la noche (muy a lo lejos) el espectáculo de luces en Gizah. Para llegar hasta el centro cogimos un taxi que nos dejó frente a la mezquita del Sultán Hassan sin ningún problema. Entre ésta y la siguiente decidimos que era el momento de atravesar una calle y caminamos. Pensábamos que la mayor «experiencia» del día sería cruzar una calle en El Cairo…
El problema surgió a la vuelta. Tras regatear con varios taxistas, otra de las cosas que se aprenden nada más llegar es que hay que cerrar el precio de la carrera antes de montar, llegamos a un acuerdo con uno. El precio era bueno y en ningún momento pareció dudar de cómo llegar al sitio al que queríamos ir, nuestro hotel. Pero no es que no dudara. Es que no tenía ni idea de dónde estaba.
Le habíamos entregado una tarjeta del hotel, cogida en recepción, con la dirección. Estaba escrita con alfabeto latino y él no la entendía. Nada más arrancar el coche, en el primer atasco en que tuvo que parar, bajó la ventanilla y le entregó la tarjeta al conductor que tenía al lado para que se la tradujera. Muy mala señal.
Ver cómo va pasando el tiempo mientras no ves nada conocido por la ventanilla; saber que el autobús hacia el aeropuerto saldrá en tres cuartos de hora estés o no estés dentro; oír cómo el conductor sigue preguntando a todos los que se paran a su lado… consigue poner un poco nervioso al más pintado.
Al rato llegamos a nuestra avenida, pero nuestro taxista tampoco entendía los números. Unos días antes nos habían enseñado los números indios en la visita al poblado nubio. Los números indios, sí. En Europa utilizamos los números árabes, pero en el mundo árabe utilizan los números indios. Años después descubrimos que en India también utilizan los números árabes. En la parte trasera de la tarjeta le tradujimos los números para que supiera dónde íbamos.
Veinte minutos antes de la salida del autobús nos dejó en la acera de enfrente de nuestro hotel.
Esta es una de esas experiencias que hemos vuelto a vivir. En nuestro viaje a Oriente Próximo nos encontramos dentro de un taxi que no sabía llegar a donde nosotros le pedimos un par de veces… pero la primera impresión es la que cuenta.
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