Cuando salimos de casa sólo con el billete de ida para viajar por Sudamérica habíamos decidido –aunque no era un tema completamente cerrado– que haríamos el viaje por carretera. No queríamos que el paisaje cambiara drásticamente sólo por coger un avión que, en pocas horas, nos llevara a miles de kilómetros de distancia. Queríamos disfrutar del paisaje –aunque a veces fuéramos dormidos– y ver cómo las cosas cambiaban poco a poco, casi sin darnos cuenta. En todo este ideario terrestre no habíamos incluido el autostop en Sudamérica. ¿Por qué? No sabría decir, pero el hecho de que en Europa, y por extensión en España, casi no se haga y haya una cierta leyenda negra al respecto hizo que, en un primer momento, quedara fuera del plan.
Antes de nada, que te queden claras un par de cosas. En Sudamérica no haces autostop, haces dedo. Y no pides que un coche te coja, o un conductor te recoja, para llevarte a otro lugar, pides que te levanten. Y tenlo claro porque, como algún conductor decida que cogerte es una buena idea, vas a tener un problema.
Primera experiencia con el autostop en Sudamérica
Nuestra primera experiencia llegó por casualidad al confundir un camión con el autobús que teníamos que coger para llegar desde Valle Edén a Tacuarembó, en Uruguay, por la noche. Vimos unas luces altas que se acercaban y levantamos la mano para avisar al conductor del autobús de que estábamos allí. Resultó que no era el autobús sino un camión enorme que paró. Nos quedamos con cara de tontos pero, ya que había parado, me acerqué a preguntarle si iba a Tacuarembó y resultó que sí. ¿Habrías subido? Nosotros sí.
Después de eso se abrió un mundo de posibilidades, pero lo seguimos manejando con cuidado, como último recurso. Seguíamos teniendo el miedo de que pasara algo, estábamos poniendo todas nuestras pertenencias terrenales en el coche de una persona desconocida –y por pertenencias terrenales me refiero a todo el equipaje y nuestras propias vidas–. Estarás pensando que hacer couchsurfing es todavía más peligroso en ese sentido, pero antes de entrar en una casa ves las opiniones de otro y, antes de entrar en un coche sólo ves la matrícula…
Cruzando fronteras haciendo autostop
Salir de Uruguay camino de Argentina nos quitó todos esos miedos: más de 250 kilómetros y una frontera después nos quedó claro que, como íbamos confirmando cada día, la gente es más buena de lo que nos muestran las noticias. Era la primera vez nos planteamos hacer autostop en Sudamérica y llevábamos todas las mochilas. Nuestro “levantador” iba sólo y lo primero que hizo en cuanto me senté en el asiento del copiloto fue darme su matera y su termo para que le fuera preparando mates y dándole conversación. Sus palabras cuando le dije que nunca había preparado un mate fueron: «o aprendes a preparar mate o nos matamos si me pongo a hacerlo yo mientras conduzco». Antes de cruzar la frontera en Salto cambió la pick-up en la que íbamos por un todoterreno de lujo con asientos de cuero. ¿Eran más valiosas nuestra ropa y mochilas gastadas que su cochazo? Por si fuera poco bajó para hacer un recado dejando las llaves puestas y un fajo de dólares junto a la palanca de cambios.
No fue la única frontera que cruzamos haciendo dedo. Unos cuantos meses, y experiencias autoestopistas después, cruzamos de Argentina a Chile, por Bariloche, de la misma manera. La crisis, el cambio negro y el deporte hacen extraños compañeros de ruta. El conductor del coche que nos recogió iba, con su novia, hasta Futaleufú para comprar unos remos de kayak. Hasta ahí no había nada raro, pero tenía que llevar su propio kayak en la baca del coche para poder volver a casa con los nuevos remos sin tener que pagar impuestos: los haría pasar como equipo que ya llevaba en su viaje a Chile. Con semejantes preliminares, ya un poco “ilegales”, estaba claro que no quería tener ningún problema y nos pidió que bajáramos del coche unos cientos de metros antes de la frontera. Eso sí, nos esperó al otro lado para continuar el viaje hasta Futaleufú. La cara que pusieron los aduaneros, tanto de Argentina como de Chile, cuando les dijimos que llegábamos andando fue un poema.
Haciendo autostop en Brasil, los brasileños son especiales
Probamos suerte en Ouro Branco y casi no nos dió tiempo ni a levantar el dedo antes de que un camionero nos “levantara”. ¿Qué conversación podríamos tener con un camionero que sólo hablaba portugués cuando llevábamos poco más de dos semanas en Brasil y todavía no “falábamos”? Pues poca, al principio. Después llegamos a saber que íbamos con un profesor de capoeira carioca que se había ido de Río porque le parecía demasiado estrés y un poco peligroso. Nuestra amistad llegó a facebook y siguió durante el viaje y todavía hoy hablamos alguna que otra vez con João.
Nos dejó cerca de Ouro Preto, adonde nos dirigíamos. Esos pocos cientos de metros hasta la ciudad, que pensábamos caminar, tampoco los recorrieron nuestros pies. Nada más bajar del camión, un todoterreno paró para llevarnos ¡sin siquiera levantar el dedo! Demostración de que los brasileños son gente especial y que sus ganas de ayudar superan a las de cualquier otro lugar.
Autostop en la carretera austral, Chile
Cuando llegamos a Futaleufú –ya habíamos empezado a la hora de cruzar la frontera como he contado antes– las cosas cambiaron por completo. El autostop pasó de ser un último recurso a ser el único recurso. Con un autobús de menos de treinta plazas recorriendo la zona un par de veces por semana, era prácticamente imposible conseguir un asiento. Fueron más de 800 kilómetros en los que sólo conseguimos hacer un corto trayecto en autobús.
Hasta ese momento, hacer autostop en Sudamérica había sido muy sencillo, y no esperábamos que todo cambiara. El tiempo medio de espera en los siguientes días fue de unas dos horas y media. No es que la gente esté poco dispuesta a recoger –levantar– autoestopistas, es que pasan muy pocos coches para la cantidad de personas que esperan.
En los siguientes días aprendimos el lenguaje de signos de los conductores que veríamos a lo largo de toda la carretera austral. El giro con la mano derecha significaba que no llegaban lejos y volvían a la ciudad. La mano con la palma hacia arriba y las yemas de los dedos unidas explicaba que el coche estaba lleno y que no tenía sitio. Y el clásico no desviar la mirada de la carretera dejaba claro que el conductor no tenía la menor intención de recoger a nadie.
Con mucha paciencia conseguimos recorrer los más de 800 kilómetros y hasta tuvimos ocasión de hacer algo de turismo hasta Coyhaique y después hasta la ciudad argentina de Perito Moreno. Desde coches hasta una autocaravana pasando por furgonetas, camionetas y hasta un camión del gas. Desde personas solas hasta grupos de amigas, sin olvidar una familia completa. Desde unos pocos kilómetros hasta horas compartidas viendo impresionantes paisajes por la ventanilla y hablando de la dureza de la carretera, del viaje que llevábamos recorrido, del que faltaba por recorrer, de sus vacaciones, de sus trabajos –nos levantó uno de los capataces de la obra de asfaltado de la carretera austral, daos prisa si queréis encontrar el ripio–.
Más autostop en Sudamérica
Tuvimos otras experiencias de autostop en Colombia y Ecuador donde, aunque es fácil que te levanten, en muchos casos, tendrás que pagar el trayecto como si se tratara de un autobús. Si no lo sabes, nosotros no lo sabíamos, puedes tener algún “problema”. Montas en un coche que para y cuando bajas le das las gracias y se produce la incómoda situación en que el conductor te pide que le pagues.
En Colombia no nos había avisado nadie y desde San Agustín a Popayán nos acabaron pidiendo más dinero por el autostop de lo que costaba el autobús… y la cosa terminó un poco mal, para el conductor que no vió un peso porque no había dicho que tenía pensado cobrarnos desde el principio. En Ecuador los conductores negociaban el precio nada más parar. No había dudas ni malosentendidos.
A pesar de que no teníamos intención de hacer autostop en Sudamérica, más por un miedo absurdo que por otra cosa, quedó claro que es una manera fantástica de vivir experiencias y de conocer a gente. Aunque, ármate de paciencia.