Despertarse con una molestia en el pecho como si tuvieras un luchador de sumo sentado encima no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Bueno, es lo que se dice siempre, pero a un enemigo se le desea todo, ¿no? Eso es lo que me pasó en la primera noche que dormimos en Mompós. Con ese comienzo uno no podría pensar que esa «molestia» sería lo más llevadero del día. Yo tampoco lo pensé, pero así fue…
Una vez que decidimos llamar al seguro, IATI, porque la presión no pasaba y con el pecho no se juega, encontramos que no era posible hacer la llamada desde nuestro hotel, La Casa Amarilla. Sus empleados nos ayudaron con toda su buena intención, pero ni desde el hotel a España, ni desde España al hotel se podía llamar. Las nuevas tecnologías, twitter, vinieron en nuestra ayuda, la comunicación pasó a ser por correo electrónico –IATI siempre tiene un recurso–. Mientras esperábamos que nos informaran del siguiente paso, otro de los huéspedes nos dijo que era médico de urgencias en Francia. Tras un rápido examen descartó cualquier problema de pulmón o corazón, lo que siempre tranquiliza. Para ese momento la persona del seguro en Colombia se puso en contacto con nosotros, ella sí que pudo por teléfono, y nos explicó a que hospital teníamos que ir y por quien teníamos que preguntar al llegar.
Siguiendo los consejos de la gente de La Casa Amarilla, cogimos un mototaxi –una especie de tuctuc, pero con una moto completa y un «vagón» enganchado detrás– hasta el hospital porque estaba lejos. Por si alguna vez os pasa, un consejo: todos los mototaxis llevan un número de identificación… pero cuando uno va al hospital de urgencias es lo último que mira. Eso y la cara del conductor.
Dos horas, una exploración, un análisis de sangre y una radiografía después, se confirmó que no era nada de pulmón ni de corazón. Las posibilidades eran una infección de bronquios o una inflamación del cartílago de unión entre costillas y esternón. Antibióticos y antiinflamatorios, que no se digan que no se curan en salud. El día, aunque parecía que estaba arreglado, no había hecho más que comenzar. El móvil no estaba en el bolsillo al llegar al hospital, podía haberse quedado en el hotel o caído en el mototaxi. Murphy determinó que no estuviera en el hotel.
Fuimos a la comisaría siguiendo los consejos de otro conductor de mototaxi. En ese momento quedó claro que todos los mototaxis tienen un número de identificación y que hay que memorizarlo… decenas de veces nos lo preguntaron. Su propuesta era correr la voz entre los conductores a ver si alguno se enteraba de algo. No parecía que ellos fueran a hacer mucho.
¿Qué hacer? Ponerse en la calle principal, la Calle Del Medio, y parar a todos los mototaxis que pasaran contándoles que habíamos perdido el móvil y que si sabían de algún conductor que lo hubiera encontrado le avisaran de que estábamos en La Casa Amarilla y de que daríamos una gratificación al que nos lo devolviera. Todos los que parábamos debían ser los buenos del pueblo, juraban que ellos siempre lo devolvían todo. Pues el que tenía nuestro móvil no, es más, nos colgaba cuando llamábamos, cosa que hicimos justo antes de bloquear la tarjeta por internet.
Varias horas después, apareció un conductor que dijo que algo había oído. Le pedí que me llevara con la persona que le había dicho que tenía un móvil y me dijo que era un barrio muy peligroso, que era mala gente y que seguro que querrían dinero a cambio. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar? No iba a ser yo el que diera una cifra por el móvil… Ante mi silencio, preguntó si estaría dispuesto a pagar 100.000 pesos (40 euros). Le dije que era mucho y que habría que hablarlo… pero por dentro estaba encantado de esa cifra.
Varias vueltas después –el mototaxi pasó dos o tres veces más para cerrar detalles– acabaron por llegar los dos «mafiosos» de tres al cuarto que tenían un móvil. Le pedimos que nos lo enseñaran y nos dijeron que no lo tenían. Entonces, ¿a qué habéis venido? A decirnos que ¡querían 500.000 pesos colombianos (200 euros)! Esto se estaba yendo de las manos. Les dejamos claro que, de ser verdad que tenían nuestro móvil, tenían un bonito ladrillo negro: el móvil estaba bloqueado con código y la tarjeta desactivada. Es más, le reté a que si conseguía mandarme un SMS le daba los 500.000. La primera «oferta» habían sido 100.000 y ya nos parecía bien.
Se fueron.
Y no volvieron…
El que volvió fue el del mototaxi para decir que no iban a volver. Le pedimos que hablara otra vez con ellos y que trajeran el móvil para confirmar que era el nuestro y que ya hablaríamos de dinero otra vez.
Un rato después llegó de nuevo el mototaxi con otro chaval –dos críos de no más de 18 años– nos dijeron que montáramos y nos llevaron a la orilla del río, una manzana de distancia. Volvieron a aparecer los «mafiosillos» y comenzaron de nuevo las negociaciones, una vez que nos enseñaron el móvil y comprobamos que era el nuestro. Seguían con sus 500.000 porque en la tienda de móviles les daban eso. Les dijimos que eso era imposible y que era mentira. Bajaron a 300.000 y, en previsión de que volvieran a irse y perder el móvil –ya eran más de las ocho de la noche– aceptamos antes de seguir regateando. Algo menos de 120 euros después, el móvil volvió a nuestras manos.
Lo que peor me sentó es que me dijeran que eran buenas personas porque, en lugar de ganar 500.000 $ vendiéndolo en la tienda de móviles, perdían 200.000 por vendérnoslo a nosotros. Me enfadé. Hasta ese momento estaba irritado y pensando todo el tiempo en que podía darles un par de puñetazos a cada uno, quedarme con el móvil y recuperar mi dinero… No lo pude evitar –ni quise– y les dije que no. Que no pensaran que eran buenas personas, que una buena persona nos habría devuelto el móvil sin más, que ellos eran unos hijos de madre de moral relajada –en realidad no dije estas palabras–.
Al día siguiente, volvimos a pasar por la comisaría: teníamos el número del mototaxi –estábamos casi seguros de que el que había oído algo debía ser el que nos había llevado al hospital por la mañana y los dos «mafiosillos» amigos suyos– y la matrícula de la moto en la que llegaron los otros.
Un espectáculo. Pedimos al policía de la entrada –que está en la calle– hablar con alguien en un lugar más discreto. ¿Qué hizo él? Llamar a gritos a un compañero diciéndole «ESTOS DOS TURISTAS QUIEREN HABLAR DE UN ASUNTO PRIVADO». Gracias, ya se ha enterado todo el pueblo. No acabó ahí la cosa, cuando le dimos los datos, y los apuntó en una pequeña libreta poco oficial, nos dijo que lo investigarían. ¿Qué hay que investigar? Te hemos dado todos los detalles, en menos de media hora tendrías que tener aquí a todo el mundo…
No pasó nada. No nos llamaron para decirnos que habían encontrado a los extorsionadores, ni para devolvernos el dinero, ni nada… En un pueblo tan pequeño no deberían haber tardado tanto.
Lo mejor: el móvil volvió a estar en nuestros bolsillos y todo el mundo involucrado en los percances del día se portó fenomenal. Desde la gente de La Casa Amarilla que se ofreció a ayudarnos y nos cuidó en la recuperación, hasta el personal de IATI que, en vista de que la comunicación telefónica era imposible, encontraron otra forma de hacer que las cosas avanzaran hasta llegar a buen puerto, pasando por el personal del hospital.
Mompós es un precioso pueblo colonial –en el que no es normal que pase esto– que no pudimos disfrutar en ese momento y La Casa Amarilla es una de sus grandes casonas. De patio interior y mecedoras en la entrada –las mecedoras son típicas del pueblo–, allí deberíamos haber disfrutado de un reparador descanso después de recorrer las calles del pueblo. Pero el descanso sirvió para que bajara la presión del pecho y subiera el enfado por el móvil.