La isla de Favignana, en Italia, es muy pequeña –sólo tiene 19 km2– pero esconde muchas joyas. Sus pequeñas y fascinantes calas, unos fondos marinos excepcionalmente ricos, importantes obras de arquitectura como el Palacio Florio o el Ex Stabilimento Florio, restos arqueológicos de significativa importancia… Pero entre estas joyas se encuentra también un lugar singular y realmente sugestivo aunque desconocido para muchos visitantes de la isla: los “jardines hipogeos” de Villa Margherita, jardines creados en el interior de antiguas cave di tufo, canteras de toba.
Historia de las cave di tufo de Favignana
Los isleños siempre la han llamado así, toba, pero se trata de calcarenita conchífera, sedimentos marinos que se han ido acumulando durante siglos. Junto con la tonnara, la extracción de esta piedra para su uso en la construcción, a partir del siglo XVII –cuando Favignana conoció su mayor desarrollo–, representó una importante actividad económica en la isla. En un primer momento, se utilizaba sólo localmente, pero, más adelante, se comenzó a exportar a las otras islas del archipiélago y al resto de Sicilia, de hecho el teatro de Palermo está construido con estas piedras. Llegó a haber 200 canteras en la isla, pero hoy sólo una sigue activa ya que en la primera mitad del siglo XX esta actividad vivió un fuerte declive debido a la difusión del más económico ladrillo hueco.
Desde entonces, las cave empezaron a ser abandonadas y, con el tiempo, se llenaron de detritos e incluso de basura, llegando a convertirse, en muchos casos, en vertederos a cielo abierto.
La evolución del jardín de lo imposible
Abandonada y convertida en un vertedero fue como doña Maria Gabriella Campo encontró las cave que hoy le pertenecen. De padres favignaneses –de hecho su padre había sido pirriature, trabajador en una cantera de toba–, doña Gabriella se había criado en Palermo pero volvió al lugar de origen de su familia cuando su marido, también de Favignana, heredó 2.000 m2 de terreno en la isla.
A lo largo de los años, su propiedad ha crecido hasta llegar a los 40.000 m2 que tiene hoy, incluyendo diferentes cave, desde las modernas –de los años ’50 y ’60– cavadas mecánicamente, hasta las más antiguas, cavadas a mano, con sus más de dos siglos de historia y diferentes modalidades: a cielo abierto, en «grutas» y en «galería». Con gran paciencia e ingenio, doña Gabriella las ha recuperado de forma única, convirtiéndolas en un enorme museo a cielo abierto con instrumentos de trabajo de los pirriaturi, singulares esculturas y, sobre todo, un maravilloso jardín botánico con plantas del Mediterráneo y de los cinco continentes.
¿Por qué el jardín de lo imposible?
La idea del jardín nació casi por casualidad, durante una visita de su madre, amante de las flores, empezó a plantar algunas. Poco a poco, fue trayendo de Sicilia más y más plantas, siempre de pequeñas dimensiones, para embellecer las cave. Nadie, incluso en su familia, creía en esta original idea del jardín en las cave, ya que, por un lado, la isla no es muy fértil a causa de los fuertes vientos que la azotan y, por otro, creían que, en caso de utilizarse, debería ser para la agricultura. Pero con gran tenacidad y paciencia, doña Gabriella supo dar vida a este espléndido jardín que hoy llama «jardín de lo imposible», recordando a quienes no habían creído en él.
Las plantas, protegidas de los vientos y alimentadas por el agua de las faldas freáticas subyacentes, han crecido frondosas y con gran vigor creando, junto con la singular belleza de las paredes rocosas, ambientes únicos, casi mágicos. Las más de 200 especies han sido colocadas de forma tan armónica y natural, que parecen haber estado allí toda la vida, integrándose perfectamente con el entorno. Los intensos colores de las miles de flores, los olores de las plantas aromáticas y los silencios de estos enormes espacios, una vez llenados por la frenetica actividad de los pirriaturi, crean un ambiente realmente especial.
La visita al jardín de lo imposible
En las dos horas de visita, la guía rememora estos tiempos, explicando cómo trabajaban los pirriaturi, cavando unas 25-30 piedras –cada una de 50cm x 25cm x 25cm, o sea 2 x 1 x 1 palmos– al día y retándose a veces entre ellos, ya que ganaban en base a su producción y no al tiempo de trabajo. Nos muestra que algunos dejaban sus iniciales en las piedras y otros usaban las paredes como «libros contables», marcando en ellas la cantidad de piedras cavadas. Se pueden ver los agujeros que cavaban como escaleras o para crear «perchas» para dejar su ropa ya que trabajaban en calzoncillos. Dejaban de cavar en un sitio bien cuando la piedra era demasiado dura o débil o bien cuando llegaban al nivel del agua, por eso hoy se pueden ver las huellas de su trabajo en muchas de las calas de la isla.
Todo un espectáculo difícil de explicar, tanto es así que todos sus visitantes se quedan sorprendidos por su belleza.
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